Cinco minutos después de partir, los animales comenzaron su desfile en un recorrido de tres horas que me hacía suspirar a cada instante. Caimanes gigantes flotaban en el agua o tomaban el sol, familias de capibaras pastaban a la orilla, diminutos monitos jugaban sobre árboles caídos y grupos de tortugas se amontonaban en filas por orden de estatura.
La naturaleza organizada en la más espectacular puesta en escena de Dios, seres en su hábitat natural sin restricciones de cercas o jaulas.
Mientras navegábamos Joaquín tenía que apagar el motor para no molestar a los inmensos pájaros que aguardaban en la orilla y nos explicaba los nombres y características de cada uno de los animales. Por momentos me sentía como un intruso subido en esa barca cada vez que nuestras preguntas y sus respuestas o el motor estridente rompían el equilibrio de ese aire divino.
Llegamos a un gran alojamiento de madera con camas cubiertas por anjeos y un suelo suspendido a medio metro de la tierra. La primera noche la pasé cubierto con una sábana y bajo el ímpetu de la tormenta más persistente que he visto jamás y que se estrellaba sobre las tejas de lata con una furia que me hacía tener pesadillas de inundaciones y desastres, toda la noche fluctuó entre sueños y relámpagos extraviados que me despertaban para encontrarme bañado en sudor. Cuando el cielo se vistió con el azul claro de la madrugada la tormenta seguía intacta, como si la atmósfera cargara agua suficiente para otro diluvio universal. A las 9 salimos bajo la lluvia en búsqueda de la anaconda.
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