


Relatos de viaje y de mi vida en este mundo.
Las faldas diminutas, el delicioso bombardeo publicitario, el ritmo demoniaco de millones de pasos en lo profundo de la estaciones del tren, las voces infantiles y perturbadoras de las vendedoras de Akihabara vestidas de muñecas, el ronquido de los trabajadores que duermen en los vagones, las chupas adhesivas de los pulpos crujientes sobre los fideos, el fresco sushi rodante, el tomate que vale 1 dólar, el orden en medio del desorden, la limpieza en calles donde no se encuentra ni dónde botar un chicle viejo y gastado que ya me tiene con jaqueca.
Este viaje es difícil de describir.
Tres semanas al menos, me ha llevado poder salir a la calle sin mirarlo todo como un estúpido que acaba de nacer y todo lo pregunta, en todo se equivoca, no sabe de dónde viene ni a dónde va, no sabe contar, comprar, ni mucho menos hablar, se emboba mirando el estilo de esas japonesas de botas altas, piernas infinitas, abrigos felpudos y maquillaje inmaculado, se extravía en cualquier estación por más vieja y pequeña, chorrea la baba por cualquier plato de comida plástica y hace la venia a cada vendedor que al entrar en una tienda lo recibe con un "Irashaimasen" nasal y extenso.
Durante 9 meses planeé el día exacto en que iría a visitar a la Monstruo Toma Leche más grande de Tokio, aunque había pensado llegar unos días después de que naciera, a última hora todo encajó para estar allí en el instante en que la enfermera la trajo rodando en una cajita plástica y transparente, bien empacada como todo lo que en Japón se vende, mirándolo todo a su alrededor.
Elisa, se llama, y no entiendo por qué tardó 50 días en aprender a sonreír, justo antes de tener que dejarla, mientras que llorar sabía, desde el primer día.