22 noviembre, 2006

Potosi

Desde que inició su explotación luego de la conquista el cerro de Potosí se alimenta de hombres. Negros africanos, indígenas, mestizos y cholos han sido la comida de ésta montaña que no se cansa de tragar y la cuenta ya va en más de 7 millones.
Casi la población de Bogotá.

No me imagino cómo podría ser si un gigante enorme llegara a nuestra ciudad y uno por uno fuera engullendo bogotanos, incluyendo los niños. Esa es la historia de Potosí, la ciudad más alta del mundo y la que algún día fue la más poblada y rica del planeta.



En esta ciudad está un cerro que albergó alguna vez material suficiente para construir un puente de plata entre New York y Paris, pero hoy ya no es más que el pobre sustento de los mineros que aún se juegan la vida por alimentar a sus hijos y cumplir con una tradición a la que renunciarán el día que la montaña se los coma.


Quise ir a conocer la mina con otras personas que encontré en la ciudad, contratamos los servicios de una agencia, nos alistamos con casco, overol y linterna e iniciamos un recorrido por la cultura del minero boliviano.
La primera parada fue en el mercado para comprar un kit de regalo compuesto por hojas de coca, alcohol corriente, ceniza y tabaco y luego nos adentramos en el palacio de Satán, debajo de la tierra.
A unos metros de la entrada nos detuvimos para que el guía le diera algunos regalos al Tío, una estatua del diablo que vigila la mina con un pene gigante entre sus piernas. Así como la pacha mama es la diosa de lo que crece sobre la tierra el tío es el dios de lo que muere bajo ella.



Guardamos un momento de silencio y luego presenciamos con devoción un ritual en el que se le ofreció hojas de coca, un baño de alcohol y se le dio a fumar un cigarrillo. La estatua fumó y pudimos continuar, si no lo hubiera hecho habría sido un riesgo seguir pues esto es símbolo de desventura (como dato extraño les cuento que la niña que estaba a mi lado se quedó pasmada al darse cuenta que el número consecutivo de su cámara estaba en 666 cuando tomó la foto de la estatua).
Seguimos nuestro camino por un sendero oscuro de suelo encharcado y rieles de hierro. El aire pesado era difícil de respirar y se mezclaba con un polvillo molesto que se atascaba en nuestra nariz, creo que es el olor de las almas que se ha comido la mina.

Es increíble pensar que alguien pueda vivir en estas calles de muerte. Cruzamos huecos en la tierra, atravesamos pasadizos angostos y terminamos al lado de un minero de 53 años, uno en un millón pues todos mueren jóvenes en accidentes con explosivos o enfermos de silicosis, casi todos mueren de silicosis.


Don Lenin trabaja en la mina desde que tiene 12 años. En la mina han muerto su padre y su hermano pero el sigue trabajando como si la mina fuera su amiga, como si su destino ya estuviera escrito. Y lo está. Don Lenin debe completar cada semana 2 toneladas de material que le entregará al dueño de la mina para obtener su pago, más o menos 120 dólares mensuales luego de sacar la inversión en material explosivo, hojas de coca y alcohol para beber mezclado con agua cada vez que sus fuerzas se acaban.
Morirá en algunos días o en algunos años, pero no serán más de cinco.
Esa es la vida del minero, una vida que parece muerte.
Pero no todo es triste.


Hay una visión que se ha difundido en documentales y libros acerca de la miserable vida el minero que no es cierta. El minero trabaja en la mina porque su padre trabajó en la mina, porque su abuelo también lo hizo. El minero es orgulloso de ser minero, de quebrarse la espalda, de arder bajó la temperatura del infierno, es una tradición a la que es imposible renunciar.
Después de haber salido de ahí me quedó la sensación de que en realidad no hay que sentir pena por el minero, el eligió su realidad, así como a todos nos toca elegir la nuestra con las decisiones que tomamos con coraje cada día.


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