22 septiembre, 2006

El Cañón

De Lima viajé a Arequipa. Son 16 horas y más de 1.000 kilómetros. Las carreteras se dibujan en su mayoría rectas y puedes viajar en las noches montado en el segundo piso de buses inmensos y “lujosos”, te dan la sensación de estar volando, excepto cuando dejan subir a un vendedor ambulante con maní, habas, papas fritas y Perucola o cuando el conductor frena como degenerado antes de adelantar en una curva prohibida.
Cuando estos gigantes tienen que trasladarse por carreteras destapadas sientes como si estuvieras montado en un gran dinosaurio borracho que da traspiés tratando de no caer a los acantilados. Es emocionante.

Fui a Arequipa porque una amiga alemana que había conocido en Ecuador estaba trabajando como voluntaria con un grupo de niños y yo podría hacer mi taller de plastilina, también fui porque me habían dicho que era una ciudad hermosa. No se equivocaban. Me alojé en un hotel que se llamaba La Reyna, al lado del gran monasterio de Santa Catalina donde te cobran 25 soles por entrar a conocer el antiguo convento.
Arequipa es un pueblo-ciudad. Tiene una gran área, muchos habitantes, movimiento y desorden. Pero es difícil pensar que estás en una ciudad. Los andenes son angostos, las calles adoquinadas, las paredes de una piedra volcánica blanca, se respira un ambiente colonial. Es como estar pisando el pasado y resbalando en el presente. Descansé por dos días en Arequipa y me alisté a salir el tercer día hacia el cañón del Colca sin Guía. Había tenido una experiencia poco agradable con un Guía en Huaraz y había decidido que en la medida de lo posible haría los recorridos por mi cuenta. No quiero volver a pagarle a alguien por hacer de burro, cargando cosas y rebuznando.

Salí a la una y media de la mañana y tomé un bus que me dejó a las siete en un pueblito de nombre Cabanaconde. Allí desayuné y salí media hora después por un sendero de tierra con la única indicación que me dio la dueña del restaurante. -Usted sólo camine por el camino ancho, va a encontrar muchos caminos angostos que son atajos, pero usted sólo siga por el ancho-. Así lo hice y no fue muy complicado, no se por qué la gente se sorprendía cuando le contaba que había ido sin Guía, no era gran cosa. Gran cosa fue encontrarme a personas de 60 y 70 años haciendo el mismo recorrido.
El cañón del Colca es una larga grieta que se sumerge en la montaña a varios cientos de metros para dar cabida a un lugar que llamaron con certeza “El Oasis”. Caminas por dos o tres horas en un zigzag empinado que te deja temblando las rodillas, más por la altura que por la distancia, es algo así como bajar la escalera de un gran edificio en demolición.

Al final, el premio es bueno, como casi todos los premios que se reciben en éstas caminatas. Casitas de guadua con cómodos colchones, piscinas hundidas en zonas verdes, murallas amarillas que le hacen eco al río que surca el valle. Llegué al Oasis casi a las diez de la mañana y me instalé en una de las mencionadas cabañas. Me bañé en la piscina un par de veces, almorcé, medité, leí y me fui a la cama temprano porque al día siguiente la salida era a las 4 de la mañana, la única forma de alcanzar de nuevo la cima antes de que el sol ardiente se clavara en el cañón.
Dormir en éstas casitas llenas de rendijas, con el piso de tierra, el frío que te da con un beso las malas noches, es extraño. Una cabaña como esa, es algo exótico para unos y es algo rutinario para otros, esos que viven en chozas de guadua en los enormes arenales que rodean las carreteras del Perú. Pobreza esparcida como el guano.

Sonó la alarma y me levante de inmediato. Alisté mis cosas y salí antes que ninguna otra persona del hostal hubiera partido. La noche aún vivía, lo supe porque veía como palpitaban las estrellas. Eso sonó cursi, pero es que esa experiencia del amanecer en el cañón sólo te deja espacio para la buena o mala poesía.
Comencé a caminar y era innegable el miedo. Mi linterna era un pequeño artefacto que me regalaron en Fotojapón unas semanas antes de irme y no calculé que estaría tan oscuro. La encendía para ver el camino, lo memorizaba y la apagaba para ahorrar baterías, pero también para sentir el abrigo de la oscuridad. Poco a poco fue amaneciendo y la luz cruzó el cañón dejando todavía unos espacios para los pájaros perezosos. Ahora no temblaban las piernas, para eso habría oportunidad al día siguiente.
Llegué arriba a las siete de la mañana, fueron tres horas únicas, es que el tiempo es único siempre, lo que pasa es que debemos vivir éstas experiencias para recordarlo.

Después del camino subí a un bus que luego de sólo 45 minutos me dejó en La Cruz del Cóndor, un espacio en el que los reyes del aire vuelan libres, lejos muy lejos de las jaulas para deleite de nosotros los turistas que los admiramos con cara de estúpidos. Pero bien vale la pena esa cara, porque es de admirar esos más de 11 kilos de peso que se elevan del suelo para jugar en el aire, mirar con altivez y presumir, porque bendito el cóndor que sí puede presumir, no sólo por volar así, sino por sobrevivir a la mano del hombre que lo ha cazado desde siempre, y con todo y eso, todavía tiene la gentileza de danzar sobre nuestras cabezas para recordarnos que vale la pena vivir.

Monasterio de San Francisco en Arequipa



Plaza de Arequipa en la noche



Catedral de Arequipa



Al fondo están los campanarios de la catedral de Arequipa.



Esta es una calle de Arequipa, aún no he podido descifrar que llevaba en su mano el sujeto fluorescente.

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