


Relatos de viaje y de mi vida en este mundo.
Las faldas diminutas, el delicioso bombardeo publicitario, el ritmo demoniaco de millones de pasos en lo profundo de la estaciones del tren, las voces infantiles y perturbadoras de las vendedoras de Akihabara vestidas de muñecas, el ronquido de los trabajadores que duermen en los vagones, las chupas adhesivas de los pulpos crujientes sobre los fideos, el fresco sushi rodante, el tomate que vale 1 dólar, el orden en medio del desorden, la limpieza en calles donde no se encuentra ni dónde botar un chicle viejo y gastado que ya me tiene con jaqueca.
Este viaje es difícil de describir.
Tres semanas al menos, me ha llevado poder salir a la calle sin mirarlo todo como un estúpido que acaba de nacer y todo lo pregunta, en todo se equivoca, no sabe de dónde viene ni a dónde va, no sabe contar, comprar, ni mucho menos hablar, se emboba mirando el estilo de esas japonesas de botas altas, piernas infinitas, abrigos felpudos y maquillaje inmaculado, se extravía en cualquier estación por más vieja y pequeña, chorrea la baba por cualquier plato de comida plástica y hace la venia a cada vendedor que al entrar en una tienda lo recibe con un "Irashaimasen" nasal y extenso.
Durante 9 meses planeé el día exacto en que iría a visitar a la Monstruo Toma Leche más grande de Tokio, aunque había pensado llegar unos días después de que naciera, a última hora todo encajó para estar allí en el instante en que la enfermera la trajo rodando en una cajita plástica y transparente, bien empacada como todo lo que en Japón se vende, mirándolo todo a su alrededor.
Elisa, se llama, y no entiendo por qué tardó 50 días en aprender a sonreír, justo antes de tener que dejarla, mientras que llorar sabía, desde el primer día.Como mi cereal con la fruta de la estación mientras veo a Bob Esponja hablando en hebreo y Moran me regaña por prender el televisor, segura de que se me hará tarde (casi siempre tiene la razón).
Todo está medido, 5 minutos hasta el primer semáforo, otros 5 hasta el segundo y 7 hasta la estación del tren, si incumplo alguno de los tiempos deberé esperar en alguna luz en rojo, y me dejará el tren. Sí eso ocurre, llego media hora tarde a una oficina donde nadie realmente espera que yo llegue temprano.
Las personas del camino son siempre las mismas, con alguna variación de ropas o de ánimos. El anciano que se para todas las mañanas en la esquina de Bialik y Aba Hillel, y que dirige sin éxito una pareja de niños que juegan con el tráfico de peatones. El oscuro inmigrante que a esa hora de la mañana ya parece que ha trabajado todo el día, y bien podría ser surafricano, nepalés o hindú, colgado de uno de esos grandes teléfonos públicos anaranjados que ya nadie usa. El sujeto que hace como que toca el violín o sopla una flauta esperando que el dinero aparezca mágicamente en su sombrero, y los transeúntes que pasan dejando dinero sin alcanzar a oír su canción muda. El vendedor de sándwiches que siempre pillo comiéndose su propio inventario. Todos sin falta, en las mismas posiciones actuando el papel que les tocó.
En el tren leo la mitad del trayecto y la otra duermo. Al llegar deambulo hasta la puerta pestañeando por la resequedad de los lentes y me encuentro con Julia, la alemana de dos metros y 40 años muy bien llevados con la que comparto algunas cosas en común, las más importantes: sube y baja en la misma estación que yo, trabaja en mi mismo edificio, viaja todos los días 100 kilómetros (pero en un vagón distinto), no es judía, llegó al país porque siempre quiso vivir en un país extranjero, aprendió hebreo sola, va a la playa los sábados, duerme la mitad del trayecto, le molesta que la gente ponga los pies sobre las sillas, y desayuna cereal, más que suficiente para que ahora seamos amigos.
Caminamos juntos hasta la oficina casi siempre criticando alguna de las cosas que nos sentimos con la autoridad de juzgar por no ser del país, esquivando el sol en verano y las sombras en invierno.
Tengo con ésta rutina una relación de amor y de odio, y en éstos últimos días que me quedan de trabajo la detesto hasta el cansancio. No soporto la oscuridad del tren, la voz insufrible del altoparlante que anuncia las paradas y los soldados ruidosos que juegan como niños.
El tiempo pasará y sé que algún día recordaré con nostalgia esa armónica sucesión de actos diarios, como una canción que he oído mil veces y que al dejar de oírla por años, un día querré volver escuchar, y deleitarme con su melodía.
Hace tiempo que no escribo, porque hace tiempo no leo. Con la ausencia de la lectura se me van también las ganas de contar cualquier cosa, y todo porque sigo armando en mi cabeza el rompecabezas del hebreo, juntando palabras del diccionario y anotándolas en varios cuadernos que ya suman 4, memorizando en orden alfabético lo que antes no eran más que jeroglíficos indescifrables y ahora son canciones que me visitan entre sueños, pero que aún no suenan tan bien en mi cabeza, como si lo hace la lectura de algún sabroso libro de Gabito. Aún no he descubierto si lo que me ha convertido en un enfermo de éste idioma es la emoción de responder groseramente en conversaciones acaloradas con israelíes atrevidos (hutzpanim), o la frustración de no poder encontrar la ficha que encaja en el espacio vacío y escuchar las risas de mis amigos de trabajo que se burlan de mis equivocaciones.
Me costaba trabajo creer que realmente estaba allá. Lo observaba todo y a todos con el entendimiento que me ha dado la distancia, fijándome en detalles que me habían estado ocultos, y que tal vez también lo estén para el que está intoxicado con el aire espeso y oscuro de Bogotá.
Mi familia es la misma de siempre, pero su valor se ha multiplicado con cada día que he estado lejos. Es increíble poder observarlos cara a cara y hablar en esa mecánica de no tomarnos nada en serio y de entregarnos amor de las maneras más simples.
Hemos vuelto a acostarnos todos en la misma cama para ver una película, a jugar rummy con mi mamá, a desayunar juntos tamal, pan francés y chocolate. Hemos armado el árbol de navidad y el pesebre, nos hemos sentado alrededor de la chimenea y de un asador asediado por chihuahuas. Cada instante de mi vida que antes era normal y cotidiano ahora es un inmenso tesoro.
Durmiendo televisión, he venido para descubrir que mi mamá y mi papá ahora roncan en coro con canto sincronizado. Mónica y yo nos turnamos para pegarle un suave codazo a cada padre y devolvemos la película cada vez que ha sido imposible escuchar.
Mi hermana Mónica es una experta en la cocina japonesa y nos prepara cada día una nueva y deliciosa receta, Chiqui hace una riquisima sopa mexicana y mi mamá sus famosas piernitas de pollo apanadas. Cada vez que llega la noche a San Antonio me quedo dormido en mi cuarto con un silencio que zumba en mis oídos y me pierdo en una oscuridad absoluta que en ningun otro lugar se puede encontrar. Por la mañana me despiertan los gritos de mi mamá, los ladridos de los perros, las habladurías de los loros, o el afán de aprovechar el día al máximo, casi siempre haciendo nada.
Me doy consuelo pensando en lo necesario que era estar lejos para apreciar todas esas pequeñas cosas que hacen que mi vida sea completa.
Experimentando el presente y exprimiéndolo hasta el agotamiento, con Mónica tomamos cientos de fotos con la certeza de que al estar otra vez lejos nos llenará de vigor observarlas y nos recordarán que tenemos una familia que nos ama infinitamente y que vino con nosotros a este mundo para que aprendieramos juntos esa dura lección de amar con desapego.
Mientras pasamos el exámen, nos reconfortamos sabiendo que si nuestros padres no sólo tuvieron el valor de dejarnos partir con la libertad con que lo hicieron, sino que también nos prepararon para ello, es porque nos aman mucho más de lo que se aman a sí mismos, y estaremos siempre agradecidos con ellos por habernos dado alas y enseñarnos a volar.
Mientras hacía la edición de éste video pensé en escribir muchos mensajes alusivos al tema de la religión, que es un asunto muy relevante en un país como Israel donde tantas de ellas convergen.
Pero luego decidí que no era justo entregar mis opiniones y que era mejor publicar este video tan naturalmente como fue captado, con algunos ajustes de edición, y que cada quien juzgue el papel que la religión juega hoy en día, para mí, no muy alejado del de hace dos mil años.
Aunque en oraciones muchas veces le encomendé a Dios que se llevara a mis abuelas para evitarles el sufrimiento de las distintas molestias que la edad le ha regalado a cada una, las he encontrado muy vivas a las dos, aunque más pequeñas y delgadas, cargan con fortaleza el dolor de los últimos meses.
Mi abuela Cecilia salta de un tema a otro en la misma frase y yo trato de descifrar sin éxito qué hace que su cerebro la haga hablar de mi abuelo Alfonso y de su padre como si fueran la misma persona mientras que a mi abuela Helena, la seguridad de estar perdiendo la razón la tiene sumida en una profunda tristeza, que se suma a esa leve melancolía que la acompaña desde que la conozco.
Amargada por la forma como su mente la engaña y a merced de un insomnio que la tuvo caminando por varias noches como un alma en pena, esquivó milagrosamente peligros hasta el día en que intentó eliminar su pesadumbre saltando de para atrás en una escalera, como si pudiera secar de un golpe el mar de malos recuerdos que a veces inunda su memoria, oscuras historias a las que su repentino olvido ya les habrá echado mucha tierra encima, pero que en su locura reaparecen como muertos vivientes que la despiertan en las noches.
Toronto es la capital de Canadá, Shani es la perrita de Moran, Libardo es el doctor amigo de su papá, Hugo Chavez Frías es el presidente de Venezuela. Repite mi abuelita Helena de vez en cuando y después de unas horas, encuentro las mismas palabras y frases en una libreta, en el mantel de su mesa de dormir y escritas en las paredes. Esas líneas de tinta son parte fundamental del cerebro de mi abuelita, se conectan invisiblemente con las pocas neuronas que le quedan porque en la tela, el papel y el cemento está guardada parte de su memoria.
La vejez se apodera agresivamente de todo lo que alguna vez fueron sus vidas. Veo como han perdido todo lo que alguna vez he querido acumular, desde cosas materiales hasta lo que pensé que nadie me podría quitar, los recuerdos y experiencias de viajes, pero ni siquiera eso nos dejará conservar la vejez. Entre todas las cosas que pasan por mi cabeza pienso en lo tonto que fui al pensar que lo comido, lo viajado y lo vivido no nos lo quita nadie, como si se pudiera ignorar a ese ladrón profesional de la vejez.
Mis abuelitas ya no pueden casi andar y necesitan de caminadores tal y como cuando tenemos un año y usamos herramientas para aprender a dar nuestros primeros pasos, ellas se ayudan para dar sus últimos. Una de ellas usa silla de ruedas y toca llevarla tal y como me llevaban mis papás en un coche de niños.
En muchas ocasiones, sobre todo cuando les han dado la droga psiquiátrica es difícil para ellas pronunciar palabra, se les escuchan balbuceos y hay que ayudarles a comer, una comida liviana y sencilla que sus cansados estómagos puedan digerir. Un día ya no podrán moverse de sus camas, y tendrán que llorar para pedir lo que les haga falta, esperar un cambio de pañal que ya han comenzado a usar desde hace algunos meses, viviendo con la profunda necesidad de un abrazo, con tantas ansias de cariño como las de un niño pequeño.
Todo parece una película en “Rewind” hasta que llegamos al momento del nacimiento, que vendrá siendo la muerte. Observando esa involución me pregunto si debemos estar tristes el día en que se vayan y trato de encontrar el resultado de una ecuación inexacta, si mi familia no estaba triste antes de que yo naciera, tampoco deberían estar tristes si yo muriera, pero las cosas nunca son tan sencillas.
Mi hermana Mónica, que vive en Japón, dice que cuando va a Colombia es como “Volver al Futuro”, y creo que comparto con ella esta visión de regresar a un lugar que está detenido en el tiempo, donde, aunque la vida siguió comiéndose nuestros días, pareciera que nada ha cambiado, que tomamos un avión y viajamos al pasado, a todo es que queremos y que hemos dejado atrás, a ese lugar con que Dios me premia mostrándome todo casi intacto.
Me detengo en los ojos de mis padres buscando si el reloj ha marcado su paso en las arrugas de su rostro o en el color de su cabello, si hay una seña de éste periodo de sus vidas que me he perdido, pero son los mismos, incluso idénticos a los de mi niñez, también iguales a ese día en que los vi por última vez y sólo teníamos para compartir abrazos y lágrimas.
Los túneles del tiempo existen, éste planeta está compuesto por múltiples dimensiones paralelas que se entrelazan para algunas veces cruzar de un universo al otro experimentando toda clase de emociones. Uno es ese hogar en el que crecí y me formé, del que guardo millones de recuerdos que me acechan entre las cobijas antes de quedarme dormido. Otro es el hogar que he dejado en Colombia y que traigo a la memoria cada día de camino al trabajo, antes de comer y en los ratos de tristeza. Otro es el hogar que he vivido y disfrutado al máximo en éste viaje a Colombia. Todos se unen en uno sólo mientras escucho a mi familia conversar cuando viajamos en el carro, oigo las palabras que les conozco y otras nuevas agregadas por Angélica y su nuevo vocabulario personal, me lleno con cada segundo de saber que de nuevo los cinco estamos juntos.
Nuevamente compré un producto Light lleno de aspartame por no saber leer. El otro día fue medio litro de helado que además era “Parbe”, que quiere decir que no contiene leche y se puede comer después de haber ingerido carne, para aquellos que comen kosher o que quieren hacer una sana digestión, con una molesta textura grasosa en la garganta.
Esta vez, como en las veces anteriores, estaba escrito claramente y en letras grandes que el producto era dietético, pero lo compré para luego descubrir que también escogí el sabor equivocado por limitarme a la foto de la etiqueta. En resumen, los arándanos se ven como las ciruelas en bikini y si voy con la intención de leer lo que dice en cada rótulo tardo una eternidad en comprar lo que necesitamos para la semana, mi lectura en hebreo es tan fluida como el helado parbe y parezco un niño analfabeta que usa los colores y los personajes ilustrados de los empaques para identificar las cosas que ya ha comprado antes. Es el lenguaje que aún me causa problemas y cuando lo mezclo con mi ausencia de atención y un poco de afán, preparo horribles desastres, como la vez que leí de afán “Naharya” en un tren que en realidad decía “Natanya” y llegué una hora tarde al trabajo.
Hace una semana salí tarde del trabajo en Haifa y tuve que correr los 400 metros que me separan de la estación. Entré agitado y noté que mi tren parecía estar en una plataforma distinta a la de siempre por lo que pregunté a un empleado dónde estaba el tren a Tel Aviv y respondió que en la número dos señalándome el que estaba estacionado en la plataforma de al frente.
Crucé el túnel que me separaba de mi destino y apenas salí encontré la puerta de un vagón abierta por lo que subí sin pensarlo, entrando de inmediato al baño pues en la huida de la oficina no había alcanzado a desocupar mi vejiga.
Estaba todavía en medio del ejercicio urinario cuando sentí que el tren se comenzaba a mover en la dirección opuesta y empecé a recodar lo estúpido que puedo ser algunas veces. Traté de calmarme pensando que lo peor que podría ocurrir sería tener que viajar una estación más en dirección norte para luego coger el tren que debería haber tomado en dirección sur, pero abrí la puerta del baño y me encontré un tren completamente vacío. Estaba absolutamente sólo en un vehículo que a esa hora puede llevar setecientas personas.
Caminé hacia la dirección en que se movía el tren con la esperanza de hallar a alguien que seguramente estaría al mando del aparato y después de moverme por seis vagones sin encontrar un alma, vi la espalda de un sujeto que se asustó apenas sintió la presencia de alguien y se volvió hacia mi preguntándome a gritos qué hacía yo metido en ese tren. Le expliqué que alguien me había indicado subir a él y sin acabar de escuchar mi historia comenzó a regañar a un sujeto que de la nada apareció a su lado y era el encargado de revisar que en el vehículo no quedara nadie.
El tren se dirigía al estacionamiento y se quedaría parqueado por una hora hasta que llegara el momento de salir para Tel Aviv, por supuesto, yo me tuve que quedar con él, pintando en los carteles publicitarios adheridos a las ventanas, y que por cierto, tampoco entiendo.
En qué estación está mi lengua,
cuánto cuesta el tiquete para aprender,
qué caminos hay que recorrer para al bajarme,
estar seguro de que ya me hice entender.
Mientras tanto sigo estudiando hebreo en el tren,
aunque al mismo tiempo un soldado sin querer,
me apunta con su arma en la sien.
Ay! que poesía tan barata...
El año nuevo en Israel se celebra en una fecha diferente a la que se celebra en gran parte del planeta, teniendo en cuenta el calendario judío y variando cada año de acuerdo a su correspondencia con el calendario occidental. Casi siempre coincide con el mes de septiembre u octubre.
Tuve la fortuna de ser invitado a recorrer la Ciudad de David la noche anterior a la celebración. Un lugar que se cree sirvió de cuna al reino del Rey David y el Rey Salomón, y de donde se han recobrado recientemente túneles y cavernas milenarias (de al menos 3.000 años de antigüedad) y en los últimos meses sellos con las firmas de grandes profetas.
Acompañados por una guía israelí, que como buen augurio para el nuevo año, se encontraba en avanzado estado de embarazo, recorrimos durante 1 hora y acompañados de la música que incluí en la edición del video, las escaleras y pasadizos de este lugar del que, como muchos otros en Jerusalén, no se puede asegurar quién los ha construido o quién vivió en ellos, pero la imaginación y el deseo de que la historia que cuentan sea cierta, le imprimen la magia necesaria para disfrutar la experiencia.
Mientras caminamos, nos detuvimos varias veces para que nuestra guía leyera apartes de la biblia en los que debo resaltar uno en el que ella, después de terminar de leer, comparó a la religión cristiana, donde los santos se exhiben como seres especiales, libres de pecados y en completo estado de pureza, con el judaísmo donde los profetas y guías del antiguo testamento, como el Rey David, son presentados con sus defectos humanos, mucho más cercanos y fáciles de seguir para nosotros los mortales. Esta parte me llamó mucho la atención pues nunca había caído en cuenta de esa glorificación a la perfección que se resalta siempre en los santos de la iglesia católica, y mucho menos había tenido en cuenta la humanidad de los profetas judíos, que además se comparten con la religión católica.
Fuimos para terminar al muro de los lamentos o Kotel, donde cientos de judíos y además muchos turistas como yo, nos reunimos, unos para pedir perdón por los pecados, otros para observar y absorber la energía de ese sitio con sus oraciones, gritos y lágrimas.
Al día siguiente nos reunimos en la casa de la madre de Morán donde toda la familia lamentó la ausencia del abuelo Benny, que estoy seguro nos acompañó desde la dimensión donde se encuentre, y nos dimos la oportunidad unos a otros de compartir lo que nos pasó de bueno en el año, y yo, hinchando el pecho de orgullo me atreví a decir mis palabras en hebreo, con algunas equivocaciones, por supuesto, pero fluido y sin vacilaciones (por cierto, el orgullo o soberbia es uno de los pecados capitales de la religión católica, pero me sigo sintiendo orgulloso porque bastantes horas de estudio me han costado esas palabras). Con Morán elaboramos pequeñas figuras de Fimo (un material parecido a la plastilina pero que se endurece en el horno) tratando de simular a cada uno de los miembros de la familia y los colocamos sobre los platos donde cada uno debía sentarse, este simple detalle causó una gran sensación pues para todos fue muy divertido descubrir cómo lo vemos y qué elemento distintivo elegimos para caracterizarlo.
Luego nos reunimos para comer, comenzando por la repartición del pan y del vino que se da en orden, primero el vino, donde todos los hombres, desde el más mayor hasta el menor toman un sorbo de la misma copa y luego se sigue con las mujeres también en el orden de edad (nunca dejo de imaginarme como sería si estuviera allí con mi familia, estoy seguro que haríamos algún chiste por lo que implica revelar nuestras edades y ordenes de vejez, sobre todo el de las mujeres).
En cuanto al pan, el hombre mayor de la familia lo parte con la mano y nos entrega a cada uno un pedazo no sin antes haber derramado un poco de sal en cada trozo (lo siento pero no sé que significa la sal).
Después de comer, (no voy a entrar en detalles porque son las 5 de la tarde y no he almorzado), nos reunimos para jugar un poco de mímica y luego despedirnos cargados de energía para el nuevo año judío.
El Oso
Lo rodea un aura, pero es sólo la sombra de sus pelos crespos, tupidos y blancos que se mantienen quietos a pesar del viento que arrojan los buses que pasan a su lado, de buena fe quiero pensar que si es su aura pero es sólo esa capa de fibras crespas, enredadas y espesas que lo cubren casi por completo.
Cuando he salido tarde de la oficina no lo veo en el camino, pero lo encuentro tendido en el jardín frontal del exclusivo restaurante Marabú. No hay muchos céspedes tan verdes y bien cuidados como el del Marabú y creo que hasta lo riegan todas las noches contra la ley que prohíbe hacerlo más de dos veces por semana, pero eso no viene al caso, el asunto es que el oso se tiende en éste espléndido césped de siete a ocho y media de la noche a recibir la luz de la luna y de los rascacielos circundantes.
Paso y lo miro de reojo, con disimulo, ya le he visto las uñas y estoy seguro de que podría desgarrarme de un solo zarpazo si notara que le sigo la pista, que me intriga saber dónde está su madriguera, cómo soporta el verano un animal como él, aunque tal vez no sea un oso pardo, mucho menos un pequeño oso de anteojos, es más un oso polar que se pasea por Ramat Gan al caer el sol y yendo un poco más lejos, tal vez es uno de esos pobres osos polares que han quedado sin hogar por el calentamiento global, tal vez el pasto del Marabú se siente como la nieve y por ello todos los días lo visita, para recordar cómo se siente su textura mientras se fuma un cigarrillo.
La Pandilla
En la mañana nunca es posible ver a la pandilla, las nueve de la mañana es una hora muy temprana para el grupo que atemoriza los alrededores del puerto de Haifa y por eso paso por la calle que conduce a mi trabajo con el alivio de saber que no estarán allí, con la esperanza de que no saldré tarde esa noche y tendré que evadirlos al salir de la oficina.
La policía ya está alertada pero ninguno de los miembros de la banda está sólo y se cuidan uno a otro para no ser descubiertos o asaltados por alguna rata callejera, que las hay de su mismo tamaño, igual de feroces y ágiles, pero a horas aún más oscuras.
Ya los he contado varias veces al pasar junto al basurero y si no estoy mal son 7, dos de ellos, los más corpulentos, están tuertos y cuando los miro al rostro intento sentir compasión pero me tiemblan los huesos cuando siento que me observan al mismo tiempo, cómo si complementaran su visión y se unieran para ser uno sólo más sagaz y peligroso, serían 8 garras, en lugar de 4, mucho peor que la experiencia en esa recurrente pesadilla en la que el gato se aferra a mis piernas con las uñas completamente enterradas a mi carne mientras lloro de dolor y trato infructuosamente de desprenderlo. Si un día me animo, de pronto pase por allí y le deje a la pandilla una lata de atún, de pronto así me hago su amigo, de pronto así paran las pesadillas.
Benny es el abuelo de Morán, y fue mi oportunidad de sentir nuevamente lo que es tener un abuelo. En muchas cosas idéntico, en muchas tan distinto a mi abuelito Alfonso, Benny siempre tenía una historia que contar y un apunte gracioso que agregar, unidos por la ausencia del idioma pues nunca pudo aprender hebreo, me sentaba siempre cerca de él en las reuniones familiares para conversar y preguntarle cosas del pasado y de su forma de pensar.
Con la aparición de Benny nació para mí la oportunidad de reparar mis faltas y pude dedicarle a él el tiempo que tal vez le negué a mi abuelito. Viajaba casi todos los fines de semana a su casa para arreglarle su computadora, enseñarle a manejar un DVD grabador o tomar la foto de algún cuadro al que quería hacerle una réplica en lentejuelas. Él lo supo agradecer y así me lo dijo la última vez que lo vi agonizando en la cama de su hospital. Ese día me dio la bienvenida a su familia, me dio la oportunidad de decirle cuanto cariño le tomé y lo que representaba para mí. Él, con su eterna humildad me dijo que no creía haber sido capaz de reemplazar a mi abuelo y repitiendo innumerables veces su agradecimiento se fue sumiendo en el letargo que le producía la morfina.
Hoy Benny ya se fue a otro lugar. Moran dice que es muy rara esa sensación de ya no poder hablar nunca con una persona a la que quieres, y yo estoy de acuerdo. Sin embargo estoy seguro que Benny y mi abuelito ya deben ser buenos amigos, en ese lugar donde no importa que Benny hable inglés y mi abuelito español porque a los dos les fascinaba viajar, y seguro están juntos en éste viaje del que nadie sabe nada.
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Buscando siempre algo que hacer, Benny construyó innumerables réplicas en madera de la torre Eifel, la Torre del Reloj, la catedral de San Pablo y el palacio de Buckingham entre otros, se pasaba el tiempo construyendo servilleteros, cuadros de lentejuelas con mil colores y atendiendo a su esposa. Obsesionado con la actividad, sin el mínimo de deseo de tener tiempo que perder, Benny ha dejado una galería que se puede admirar en un pequeño lugar en Internet que le construí antes de conocerlo y en el que están su obras más importantes: http://www.geocities.com/fretworkband/
(Una curiosa máquina recicladora de ropa en la ciudad donde vivo, aunque jamás he visto a alguien usarla).
Y aquí un corto video de mi recorrido diario en el tren:
http://www.youtube.com/watch?v=vmRIXzHwr8w