02 abril, 2011

De camarones, tofu y camellos abandonados.


Voy andando por las calles esquivando bicicletas motorizadas, atropello gente con la silla de ruedas de mi madre, camino por los tumultos de Shinjuku donde me ofrecen masajes, la comida fresca gira a mí alrededor, me duele arrancarles las patas a los camarones y sorberme su cerebro oscuro y dulce. ¿Cómo hablar de Japón sin nombrar comida?


El sabor del tofu es indescriptible. Viene en tantas formas, en telita, en esponja, en sopa, asado, apanado, en pincho, de color verde, amarillo, naranja, la comida japonesa es un festival de texturas, sabores, olores, formas, diseño. Comer es como una fiesta.

Estoy sonámbulo, pero mi hermanita chiqui, que ya ha vivido aquí, todo lo sabe y todo lo entiende. Ella es mi guía y mi maestra, me lleva, me trae, y nos perdemos juntos en laberintos dónde siempre hay alguna sorpresa esperando por ser descubierta. Lo visitamos todo rápido porque tenemos que regresar para alcanzar a verla despierta.

Elisa es mi nuevo amor, me fascina como mira cuando abre los ojos de repente y ve de reojo como espiando, su olor a vómito de leche, su llanto furioso que me deja sordo, su peso liviano, sus vestidos coloridos, su cara cuando la están bañando. La miro y la miro, sin saber si ella sabe que su venida es un regalo, que ha sido el motivo para que nos reunamos en torno a ella, que gracias a su nacimiento hemos volado miles de kilómetros para encontrarnos en éste país desconocido que ahora es el suyo.

Somos como reyes magos, pero dejamos nuestros camellos (literalmente, porque dejamos nuestros trabajos), y hemos venido para ver qué podemos entregarle a la estrellita, un baile ritual para dejarla dormida, silencios para no despertarla, incontenibles ganas de espicharla en un abrazo, la canción de la bamba, palmaditas en la espalda y teteros que no nos cansamos de revisar si no están muy calientes.

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