23 junio, 2012

Mi abuelo el pollo



Su habitación no tenía número y no estaba seguro de empujar la puerta, pero al fin me animé y asomé solo la cara conservando esa mezcla de miedo y respeto que me infundió desde pequeño. No reconocí su espalda ahora delgada y que se agitaba por una furiosa tos que me dejó paralizado. Quise esperar a que le pasara el ataque pero su esposa salió del baño y me pescó espiándolo desde lejos.


Recordaba su rostro perfectamente. No porque lo hubiera visto muchas veces, sino porque a la edad de 11 años lo modelé en plastilina y tardé semanas en conseguir que se pareciera a una foto que mi abuelita Helena me prestó. Lo observé por días intentando sacar de la plastilina una sonrisa que fuera idéntica pero nunca lo conseguí.


Ahora estaba delante de mí, acostado en posición fetal, después de 6 años sin verlo y yo preguntándome cómo pudimos dejar pasar tanto tiempo.


La última vez que lo vi, fuimos a visitarlo en su casa de campo y por la noche se tomó algunos tragos con mi papá. Sentados afuera, mi abuelo nos contó de una batalla que tenía cazada con una rana que todas las noches se bañaba en la piscina. Cada noche él la sacaba y al día siguiente volvía a encontrarla sumergida en el agua. Cuando alguien quiso explicarle que seguramente se trataba de una rana diferente, él respondió gritando que no tenía la menor duda de que era la misma, que él la conocía muy bien y un día de éstos la iba a matar para saldar las cuentas. Nos arrancó muchas risas esa noche, la única porque al día siguiente tuvimos que salir de emergencia.


A mi abuelo le decían el pollo Fernández y por eso mi papá también me llamaba pollo cuando yo era niño. En realidad nunca entendí ese apodo porque mi abuelito más que pollo era como un gran gallo de pelea, gritón y furioso.


Lo recuerdo bien en su oficina cuando íbamos a visitarlo. Era un cuarto grande con muchas pinturas de caballos, sillas de cuero marrón y un escritorio inmenso que se paraba entre nosotros y que yo rodeaba al entrar para saludarlo, y al salir para recibir algún regalo que nos daba a Mónica y a mí.

Hablaba de muchas cosas de gente grande con mi papá, le contaba problemas que tenía en su empresa de seguridad, asuntos que recuerdo que sonaban muy peligrosos. Lo recuerdo manoteando el escritorio en su emoción, recibiendo llamadas y ordenando a otras personas con su voz potente


Ese último día en el hospital aprendí que había nacido en 1930, me contó que no muy lejos de Ramat Gan cuidaba el borde entre Gaza e Israel en el año 1955. Que tenía a su cargo 17 kilómetros de frontera en los que los israelíes le disparaban a todo lo que se moviera incluidos cabras y perros y que siempre le había dado miedo saltar en paracaídas por la noche.

Yo por mi parte le conté de la vez que vi la placa que lleva su nombre en la escuela de lanceros en Tolemaida cuando prestaba servicio militar, de cómo noté que él había sido el único comandante en la historia que tenía grado de Mayor y no de Coronel, y el me aclaró que con él hicieron la excepción porque estaban buscando un comandante que fuera muy bueno.

Entonces bajé a buscar hielo pues era lo único que le apetecía comer, pero no lo pude traer porque la máquina del hospital militar se había dañado y me quedé con la sensación de que era la primera y última vez que podía hacer algo por él.


Cuando volví, me preguntó de mi novia y su familia, de mi vida en Israel, de mis planes para el futuro y al final, hablamos de que algún día le traería a los bisnietos para que los conociera.

Antes de despedirme le entregué una cruz de madera de olivo y le comenté que aunque no sabía si era religioso pensé que podía ser un buen regalo de Israel. Él de inmediato se la puso bajo la camisa y yo me despedí con un te quiero mucho. El me respondió con un gracias.

Salí de la habitación seguro de que no lo vería más. Y la tristeza por no poder sentirme triste, por no sentir que me hace falta, por no haberlo conocido.


Abuelito, si algún día volvemos a nacer, que ésta vez sí podamos compartir, quiero escuchar más historias como la de la rana en la piscina, o al menos, que nos podamos tomar una foto juntos , para mirarla de vez en cuando, así como miro las de mi otros abuelos.




Buen viaje!