26 octubre, 2010

Un amor que odio

El despertador suena varias veces antes de que al fin decida ponerme en pie. Es extraño que pueda levantarme tan tarde trabajando tan lejos, pero esa es una más de las pequeñas fortunas que hacen parte de mi rutina diaria.

Como mi cereal con la fruta de la estación mientras veo a Bob Esponja hablando en hebreo y Moran me regaña por prender el televisor, segura de que se me hará tarde (casi siempre tiene la razón).

Todo está medido, 5 minutos hasta el primer semáforo, otros 5 hasta el segundo y 7 hasta la estación del tren, si incumplo alguno de los tiempos deberé esperar en alguna luz en rojo, y me dejará el tren. Sí eso ocurre, llego media hora tarde a una oficina donde nadie realmente espera que yo llegue temprano.

Las personas del camino son siempre las mismas, con alguna variación de ropas o de ánimos. El anciano que se para todas las mañanas en la esquina de Bialik y Aba Hillel, y que dirige sin éxito una pareja de niños que juegan con el tráfico de peatones. El oscuro inmigrante que a esa hora de la mañana ya parece que ha trabajado todo el día, y bien podría ser surafricano, nepalés o hindú, colgado de uno de esos grandes teléfonos públicos anaranjados que ya nadie usa. El sujeto que hace como que toca el violín o sopla una flauta esperando que el dinero aparezca mágicamente en su sombrero, y los transeúntes que pasan dejando dinero sin alcanzar a oír su canción muda. El vendedor de sándwiches que siempre pillo comiéndose su propio inventario. Todos sin falta, en las mismas posiciones actuando el papel que les tocó.

En el tren leo la mitad del trayecto y la otra duermo. Al llegar deambulo hasta la puerta pestañeando por la resequedad de los lentes y me encuentro con Julia, la alemana de dos metros y 40 años muy bien llevados con la que comparto algunas cosas en común, las más importantes: sube y baja en la misma estación que yo, trabaja en mi mismo edificio, viaja todos los días 100 kilómetros (pero en un vagón distinto), no es judía, llegó al país porque siempre quiso vivir en un país extranjero, aprendió hebreo sola, va a la playa los sábados, duerme la mitad del trayecto, le molesta que la gente ponga los pies sobre las sillas, y desayuna cereal, más que suficiente para que ahora seamos amigos.

Caminamos juntos hasta la oficina casi siempre criticando alguna de las cosas que nos sentimos con la autoridad de juzgar por no ser del país, esquivando el sol en verano y las sombras en invierno.

Tengo con ésta rutina una relación de amor y de odio, y en éstos últimos días que me quedan de trabajo la detesto hasta el cansancio. No soporto la oscuridad del tren, la voz insufrible del altoparlante que anuncia las paradas y los soldados ruidosos que juegan como niños.

El tiempo pasará y sé que algún día recordaré con nostalgia esa armónica sucesión de actos diarios, como una canción que he oído mil veces y que al dejar de oírla por años, un día querré volver escuchar, y deleitarme con su melodía.

Huy!! Hace mucho no actualizo...

Hace tiempo que no escribo, porque hace tiempo no leo. Con la ausencia de la lectura se me van también las ganas de contar cualquier cosa, y todo porque sigo armando en mi cabeza el rompecabezas del hebreo, juntando palabras del diccionario y anotándolas en varios cuadernos que ya suman 4, memorizando en orden alfabético lo que antes no eran más que jeroglíficos indescifrables y ahora son canciones que me visitan entre sueños, pero que aún no suenan tan bien en mi cabeza, como si lo hace la lectura de algún sabroso libro de Gabito. Aún no he descubierto si lo que me ha convertido en un enfermo de éste idioma es la emoción de responder groseramente en conversaciones acaloradas con israelíes atrevidos (hutzpanim), o la frustración de no poder encontrar la ficha que encaja en el espacio vacío y escuchar las risas de mis amigos de trabajo que se burlan de mis equivocaciones.