21 noviembre, 2008

Día a día

Las camisas casi nuevas (si después de haberlas lavado a mano sólo dos veces en tres meses se pueden llamar nuevas) se han puesto motosas en la parte baja de atrás, señal de que paso sentado en la cama mucho tiempo. La puerta permanece cerrada si estoy solo en casa y la abro para no ser grosero si alguien llega. También para ver la cara de cualquiera en las horas que pasan cortas y largas en esta ciudad de religiosas familias jóvenes, niños llorones, barbas, mangas y faldas extensas como los tiempos que los semáforos peatonales tardan en cambiar o el bus 29 en arrivar.

Abro los ojos y no puedo creer que haya sido un instante el lapso entre que fui al baño a orinar y la salida del sol. Ya he aprendido los objetos que tengo que esquivar en la oscuridad para evacuar mi vejiga y evitar que tenga otra de esas pesadillas en las que busco un baño que tenga puerta. Ay de mi cuando al fin lo encuentro y me alcanzo a despertar en el momento exacto en que la humedad no ha cruzado la frontera entre mi piel y las sábanas.
Si no tengo clase de hebreo puedo abrir mis ojos perfectamente a las diez de la mañana para encender el televisor y ver alguna novela latina en el canal Viva o un programa infantil en hebreo que me sea fácil de entender. Puede pasar una hora y ya son las once con cara de doce con olor a almuerzo. Por la ventana entran cientos de olores diferentes y aunque no lo hicieran todos al tiempo no podría identificar que cocinan, como tampoco puedo identificar de qué apartamento o edificio vienen los continuos llantos de miles de niños que acompañan mi mañana. Pero no importa, me conformaría con saber dónde vive la niña que diariamente sale a la ventana gritando “Aba voy” (Papá ven) por alrededor de una hora. No creo que pueda ir a su apartamento para decirle algo a su madre, tampoco que pueda acomodar la almohada en su dirección para no escucharla, pero al menos si le veo la cara pueda sentir ternura en lugar de rabia.
El recuerdo de que la luz del día se acaba a las cuatro y media de la tarde me saca de la cama y me visto sin bañarme para darle tiempo al sol que caliente el agua. Me desayuno algún cereal viendo las noticias de El Tiempo en Internet y sueño con abrir la página y leer de la liberación de algún secuestrado. En tres meses sólo ha ocurrido una vez y de resto me entero de falsos positivos, crisis financieras y pirámides estafadoras. Tal vez no vale la pena buscar tanto noticias buenas cuando en el camino tengo que leer tantas muy malas.
Saco de mi maleta el vocabulario hebreo del día anterior y memorizo una a una entre veinte y treinta palabras. Aunque mi lectura sea absolutamente pésima, me animo notando que mi cerebro almacena la fonética rápidamente.
Moran ya se ha ido, casi siempre me abandona después de las once y sólo aparece después de las cinco si no está trabajando un turno doble. El otro día hice cuentas y a veces paso doce horas seguidas sin cruzar palabra con algún ser humano. Luego ella vuelve y unas horas después también llega la hora de dormir. Pero me cuesta dormir y a veces llegan las tres de la mañana y yo no he hecho más que dar vueltas en la cama. Pensé que tenía un problema grave de insomnio pero luego he recordado que son las mismas vueltas que a los cinco años daba al lado de mi mamá buscando la posición más cómoda para dormir. Últimamente han venido a mí las memorias de mis tiempos más pasados encontrando que muchas de mis formas de pensar, sentir y actuar me acompañan desde que me acuerdo que existo.
Esa necesidad de encontrar la posición exacta para poder dormir, la claustrofobia cuando Moran pone sus piernas sobre las mías, mis pies eternamente fríos, mi amor por la soledad, la televisión, la lectura y los espacios cerrados, la maldita timidez cuando se me sienta al frente una mujer bonita y quien sabe cuántas cosas más me ocurrían en mi infancia muy temprana llevándome a la conclusión de que si no nací con esto lo debí aprender en el jardín de infantes o en mi casa acostado viendo novelas junto a mi abuela cuando me gustaba poner mi cabeza sobre sus senos.
Ahora mientras escribo, se me acaba de ocurrir que de pronto por ejercitar mi memoria para aprender el hebreo se han desempolvado algunas gavetas olvidadas de mi materia gris. Sabrá Dios con qué más cosas me envió a esta tierra sin preguntarme y que otras observé y aprendí a imitar inconscientemente. Bueno, si sigo estudiando, tal vez las descubra.