02 abril, 2011

Los días normales

Nunca pensé que chiqui pudiera ser mejor conductora que yo, que aprendí a los 14 con el maestro más exigente que hubiera podido tener, mi papá. Y ahí está ella, tan pequeñita como es mi hermanita, andando a velocidades endemoniadas y lanzándome caparazones rojos en ese adicto juego de Mario Kart y haciéndome caer por precipicios de pesadilla.

Es el Nintendo Wii que además nos reúne para participar en campeonatos de tenis mucho más emocionantes que los de Nadal y Federer. Mi mamá, se lanza sobre la malla para contestar bolas con efecto, mi papá usa infructuosamente sus estrategias del ping pong para éste juego que más que estrategia, requiere de buen humor y un extremo cuidado para no romper con el control, la cabeza de los adversarios.

Nuestros días "normales" en Japón… son fácilmente, de los días más felices que he pasado en mi vida, con una rutina tan simple y a la vez tan abundante, que me gustaría contártela a tí Elisa, para que un día, cuando puedas leer éstas palabras que intentan describir lo indescriptible, tengas al menos una vaga idea de la atmósfera que se respiraba en casa, en los días de tu nacimiento.

De camarones, tofu y camellos abandonados.


Voy andando por las calles esquivando bicicletas motorizadas, atropello gente con la silla de ruedas de mi madre, camino por los tumultos de Shinjuku donde me ofrecen masajes, la comida fresca gira a mí alrededor, me duele arrancarles las patas a los camarones y sorberme su cerebro oscuro y dulce. ¿Cómo hablar de Japón sin nombrar comida?


El sabor del tofu es indescriptible. Viene en tantas formas, en telita, en esponja, en sopa, asado, apanado, en pincho, de color verde, amarillo, naranja, la comida japonesa es un festival de texturas, sabores, olores, formas, diseño. Comer es como una fiesta.

Estoy sonámbulo, pero mi hermanita chiqui, que ya ha vivido aquí, todo lo sabe y todo lo entiende. Ella es mi guía y mi maestra, me lleva, me trae, y nos perdemos juntos en laberintos dónde siempre hay alguna sorpresa esperando por ser descubierta. Lo visitamos todo rápido porque tenemos que regresar para alcanzar a verla despierta.

Elisa es mi nuevo amor, me fascina como mira cuando abre los ojos de repente y ve de reojo como espiando, su olor a vómito de leche, su llanto furioso que me deja sordo, su peso liviano, sus vestidos coloridos, su cara cuando la están bañando. La miro y la miro, sin saber si ella sabe que su venida es un regalo, que ha sido el motivo para que nos reunamos en torno a ella, que gracias a su nacimiento hemos volado miles de kilómetros para encontrarnos en éste país desconocido que ahora es el suyo.

Somos como reyes magos, pero dejamos nuestros camellos (literalmente, porque dejamos nuestros trabajos), y hemos venido para ver qué podemos entregarle a la estrellita, un baile ritual para dejarla dormida, silencios para no despertarla, incontenibles ganas de espicharla en un abrazo, la canción de la bamba, palmaditas en la espalda y teteros que no nos cansamos de revisar si no están muy calientes.

Japón y el monstruo toma leche

Puentes cortan los edificios, túneles se sumergen en las montañas, todo parece flotar en un mar de neón que baña cada rincón. He aterrizado en Tokio, y me cuesta creer que estoy allí.

De extremo a extremo hace frío en Japón, pero Tokio parece caliente con ese continuo
movimiento.

Las faldas diminutas, el delicioso bombardeo publicitario, el ritmo demoniaco de millones de pasos en lo profundo de la estaciones del tren, las voces infantiles y perturbadoras de las vendedoras de Akihabara vestidas de muñecas, el ronquido de los trabajadores que duermen en los vagones, las chupas adhesivas de los pulpos crujientes sobre los fideos, el fresco sushi rodante, el tomate que vale 1 dólar, el orden en medio del desorden, la limpieza en calles donde no se encuentra ni dónde botar un chicle viejo y gastado que ya me tiene con jaqueca.

Este viaje es difícil de describir.

Tres semanas al menos, me ha llevado poder salir a la calle sin mirarlo todo como un estúpido que acaba de nacer y todo lo pregunta, en todo se equivoca, no sabe de dónde viene ni a dónde va, no sabe contar, comprar, ni mucho menos hablar, se emboba mirando el estilo de esas japonesas de botas altas, piernas infinitas, abrigos felpudos y maquillaje inmaculado, se extravía en cualquier estación por más vieja y pequeña, chorrea la baba por cualquier plato de comida plástica y hace la venia a cada vendedor que al entrar en una tienda lo recibe con un "Irashaimasen" nasal y extenso.

Durante 9 meses planeé el día exacto en que iría a visitar a la Monstruo Toma Leche más grande de Tokio, aunque había pensado llegar unos días después de que naciera, a última hora todo encajó para estar allí en el instante en que la enfermera la trajo rodando en una cajita plástica y transparente, bien empacada como todo lo que en Japón se vende, mirándolo todo a su alrededor.

Elisa, se llama, y no entiendo por qué tardó 50 días en aprender a sonreír, justo antes de tener que dejarla, mientras que llorar sabía, desde el primer día.