12 noviembre, 2011

¿Cómo es que aquí y allá son tan parecidos?

La pregunta ¿qué hago aquí? ya no me asalta.  Mi amigo, el tiempo, se ha encargado de matarla lentamente, como sólo él sabe hacerlo.  Por eso es que me gusta tener amigos que sepan más que yo.

En mi casa viven muchas.  Las preguntas, como ratas, no paran de reproducirse, son pequeñas y grandes, mezquinas y tímidas, atrevidas, tontas, profundas o insistentes, no importa.
Revolotean en mi cabeza exigiendo una respuesta, se quedan dormidas y disimulan haber muerto, hibernan por meses, algunas por años, para luego despertar y señalar con ese dedo inquisidor:
Andrés, ¿dónde has dejado mi respuesta?

Es increíble, ¿cómo pueden tener hijas?, pequeñas preguntitas que se deslizan bajo la puerta, negras y blancas, estúpidas e inteligentes, todas al fin preguntas, cómo la que nació después de “Es increíble”, ¡Bienvenida a la vida amiga pregunta!  Aprovechemos ésta oportunidad para orar por la muerte de “¿qué hago aquí?”, y recibamos a una de sus hijas, la única que ha venido a su entierro: “¿cómo es que aquí y allá son tan parecidos?”.
¿Recuerdas a tu mamá y el día de tu nacimiento? Fue el día en que se organizó aquí la primera manifestación por la liberación de Gilad Shalit, el soldado israelí secuestrado, y te formaste en ese instante de déjà vu, tu padre, mi recuerdo de estar parado en la plaza de Bolívar, gritando por la libertad de los secuestrados en Colombia.  Te has hecho fuerte desde entonces.
Aprendiste a caminar con cada exceso de la fuerza pública israelí, te ha salido un diente por cada atentado terrorista, creces con cada requisa en la entrada de todo centro comercial, te crecieron alas con el canje humanitario de un soldado judío por mil presos musulmanes, tu aliento se hace más fuerte con los rumores de la guerra y la muerte de ese rabino que el ejército mató por error en un retén el día de ayer, historia mil veces escuchada en las carreteras colombianas.

“¿Cómo es que aquí y allá son tan parecidos?”, veo que has venido acompañada, ya te has multiplicado, mucho gusto en conocerte estimada “¿Cuál es la lección que debo aprender?”




Que bueno fuera que aquí en Israel, que allá en Colombia, ningún padre tuviera que marchar por la libertad de sus hijos.

09 agosto, 2011

Para Elisa.


Y esperé a que llegara hoy para contarte la historia. Hoy que ya han pasado los meses y extrañarte tanto me hace soñar casi todas las noches contigo, que te llevo de la mano por las calles de Japón y te enseño palabras en español que aprendes de inmediato, y caminas a pesar de tener sólo 7 meses, y tu eres el motivo de que estemos otra vez reunidos.

Tu abuelo y yo dormimos en un apartamento que arrendó tu papá para que estuviéramos cómodos, y ha sido una bendición porque a tu abuelito le da sueño temprano, y no nos acompaña en la jornada de cine que hacemos con tu abuela y tu tía todas las noches. Siempre llego de madrugada con el frío del invierno incrustado en la ropa y lo encuentro roncando ruidosamente, haciéndole coro a la música de meditación que pone en su computador cada noche.

En las mañanas tu abuelo se despierta antes que yo, revisa su correo y vuelve a dormirse, al final nos levantamos y arreglamos al mismo tiempo para salir y comprar el desayuno. No hay un día en que no nos alarmemos con el precio del pan, la leche o los tomates, hablamos de las diferencias que hay entre los lugares donde vivimos, e imaginamos como podría ser nuestra vida en Japón.

En el apartamento todo está oscuro y en silencio. Al abrir la puerta se siente como si estalláramos esa burbuja en que te escondemos de ese espantoso frío, y el sonido al cerrarla se siente en todas las paredes de ese lugar plástico pero muy acogedor.

Tu papá sale corriendo para el trabajo (seguro no lo dejaste dormir y por eso se levantó tarde) y nosotros preparamos el desayuno, cuando ya es en realidad casi la hora del almuerzo. Como siempre, se nos queman las tostadas en ese horno a gas que no lo puede graduar nadie.

Luego alguno sale a comprar lo del almuerzo y sin importar que cosa traiga, o como lo prepare tu mamá, siempre sabe delicioso. Salmón con huevitos rosados y transparentes que ponemos sobre un plato de arroz fresco y que se estallan en nuestros dientes dándole sal y sabor a cada bocado. Ovento del restaurante de la esquina, algun pez desconocido que le llamó la atención a tu abuelito, siempre curioso y deseoso de probarlo todo, sin importar su nombre, su color o su olor, o una pasta especial con mariscos acompañada de una salsa (también de huevos de pescado) que está lista en 5 minutos.

Cada día tratamos de organizarnos para ver quién sale y quién se queda, es difícil decidir porque por un lado nos morimos de ganas de ir a muchos lugares, y por el otro no queremos dejarte, al final siempre terminamos haciendo grupos que casi siempre resultan en que salgo yo con tu abuelito o tu tía chiqui con tu abuelita. Aunque tu papá también se ha quedado contigo para que los cinco nos demos el lujo de pasear juntos y hacer una ronda en un kaiten sushi.

Hay lugares a los que vamos con frecuencia, el almacen de H&M en el que siempre hay promociones, Harayuku, Akihabara, la tienda latina (donde compramos por error unas empanadas en 3.000 yenes), y por supuesto, el centro de Shinyuku, al que tu abuelito siempre llama Shinjuko, y nos hace morir de la risa. Luego tu abuelita nos regaña diciendo que nos estamos burlando, pero no es burla, es que reir es inevitable.

A veces nos visita tu abuelita Mihoko y nos trae frutas muy frescas en cajas muy adornadas y que tratamos de guardar para tu mamá, que no tiene oportunidad como nosotros de comer frutas, sobre todo las tropicales. Nos gustaría poder hablar mejor con ella, y nos ayudamos con Google Translate para decirle cosas que muchas veces se pierden en ese teléfono roto de nuestros idiomas.

Cuando llega la noche, que en esta época cae tan temprano, nos sentamos todos en el sofá rojo donde tu abuelita y tu tía duermen en la noche, jugamos Wii, leemos libros, vemos películas y seguimos meciéndote, escuchándote llorar, viendo a tu mama llenarte de cuidados sin desfallecer.

Luego llega tu papa, compartimos una cerveza y el día se termina tranquilo, así como comenzó, rezando porque el tiempo pase lento, porque nos permita estirar estos momentos al máximo, hasta que nos toque volver. A ellos a Colombia y a mi a Israel, donde todo es exactamente el lado opuesto del país en que naciste, ese país que también se aparece ahora en mis sueños, porque añoro volver, porque me parece un lugar del mundo que es perfecto, y no canso de preguntarme porque tanta gente allá se quita la vida, en un sitio donde todo es amabilidad, limpieza, servicio, orden, sonrisas y respeto a la vida.

02 abril, 2011

Los días normales

Nunca pensé que chiqui pudiera ser mejor conductora que yo, que aprendí a los 14 con el maestro más exigente que hubiera podido tener, mi papá. Y ahí está ella, tan pequeñita como es mi hermanita, andando a velocidades endemoniadas y lanzándome caparazones rojos en ese adicto juego de Mario Kart y haciéndome caer por precipicios de pesadilla.

Es el Nintendo Wii que además nos reúne para participar en campeonatos de tenis mucho más emocionantes que los de Nadal y Federer. Mi mamá, se lanza sobre la malla para contestar bolas con efecto, mi papá usa infructuosamente sus estrategias del ping pong para éste juego que más que estrategia, requiere de buen humor y un extremo cuidado para no romper con el control, la cabeza de los adversarios.

Nuestros días "normales" en Japón… son fácilmente, de los días más felices que he pasado en mi vida, con una rutina tan simple y a la vez tan abundante, que me gustaría contártela a tí Elisa, para que un día, cuando puedas leer éstas palabras que intentan describir lo indescriptible, tengas al menos una vaga idea de la atmósfera que se respiraba en casa, en los días de tu nacimiento.

De camarones, tofu y camellos abandonados.


Voy andando por las calles esquivando bicicletas motorizadas, atropello gente con la silla de ruedas de mi madre, camino por los tumultos de Shinjuku donde me ofrecen masajes, la comida fresca gira a mí alrededor, me duele arrancarles las patas a los camarones y sorberme su cerebro oscuro y dulce. ¿Cómo hablar de Japón sin nombrar comida?


El sabor del tofu es indescriptible. Viene en tantas formas, en telita, en esponja, en sopa, asado, apanado, en pincho, de color verde, amarillo, naranja, la comida japonesa es un festival de texturas, sabores, olores, formas, diseño. Comer es como una fiesta.

Estoy sonámbulo, pero mi hermanita chiqui, que ya ha vivido aquí, todo lo sabe y todo lo entiende. Ella es mi guía y mi maestra, me lleva, me trae, y nos perdemos juntos en laberintos dónde siempre hay alguna sorpresa esperando por ser descubierta. Lo visitamos todo rápido porque tenemos que regresar para alcanzar a verla despierta.

Elisa es mi nuevo amor, me fascina como mira cuando abre los ojos de repente y ve de reojo como espiando, su olor a vómito de leche, su llanto furioso que me deja sordo, su peso liviano, sus vestidos coloridos, su cara cuando la están bañando. La miro y la miro, sin saber si ella sabe que su venida es un regalo, que ha sido el motivo para que nos reunamos en torno a ella, que gracias a su nacimiento hemos volado miles de kilómetros para encontrarnos en éste país desconocido que ahora es el suyo.

Somos como reyes magos, pero dejamos nuestros camellos (literalmente, porque dejamos nuestros trabajos), y hemos venido para ver qué podemos entregarle a la estrellita, un baile ritual para dejarla dormida, silencios para no despertarla, incontenibles ganas de espicharla en un abrazo, la canción de la bamba, palmaditas en la espalda y teteros que no nos cansamos de revisar si no están muy calientes.

Japón y el monstruo toma leche

Puentes cortan los edificios, túneles se sumergen en las montañas, todo parece flotar en un mar de neón que baña cada rincón. He aterrizado en Tokio, y me cuesta creer que estoy allí.

De extremo a extremo hace frío en Japón, pero Tokio parece caliente con ese continuo
movimiento.

Las faldas diminutas, el delicioso bombardeo publicitario, el ritmo demoniaco de millones de pasos en lo profundo de la estaciones del tren, las voces infantiles y perturbadoras de las vendedoras de Akihabara vestidas de muñecas, el ronquido de los trabajadores que duermen en los vagones, las chupas adhesivas de los pulpos crujientes sobre los fideos, el fresco sushi rodante, el tomate que vale 1 dólar, el orden en medio del desorden, la limpieza en calles donde no se encuentra ni dónde botar un chicle viejo y gastado que ya me tiene con jaqueca.

Este viaje es difícil de describir.

Tres semanas al menos, me ha llevado poder salir a la calle sin mirarlo todo como un estúpido que acaba de nacer y todo lo pregunta, en todo se equivoca, no sabe de dónde viene ni a dónde va, no sabe contar, comprar, ni mucho menos hablar, se emboba mirando el estilo de esas japonesas de botas altas, piernas infinitas, abrigos felpudos y maquillaje inmaculado, se extravía en cualquier estación por más vieja y pequeña, chorrea la baba por cualquier plato de comida plástica y hace la venia a cada vendedor que al entrar en una tienda lo recibe con un "Irashaimasen" nasal y extenso.

Durante 9 meses planeé el día exacto en que iría a visitar a la Monstruo Toma Leche más grande de Tokio, aunque había pensado llegar unos días después de que naciera, a última hora todo encajó para estar allí en el instante en que la enfermera la trajo rodando en una cajita plástica y transparente, bien empacada como todo lo que en Japón se vende, mirándolo todo a su alrededor.

Elisa, se llama, y no entiendo por qué tardó 50 días en aprender a sonreír, justo antes de tener que dejarla, mientras que llorar sabía, desde el primer día.