26 febrero, 2010

Evolución - Involución


Aunque en oraciones muchas veces le encomendé a Dios que se llevara a mis abuelas para evitarles el sufrimiento de las distintas molestias que la edad le ha regalado a cada una, las he encontrado muy vivas a las dos, aunque más pequeñas y delgadas, cargan con fortaleza el dolor de los últimos meses.

Mi abuela Cecilia salta de un tema a otro en la misma frase y yo trato de descifrar sin éxito qué hace que su cerebro la haga hablar de mi abuelo Alfonso y de su padre como si fueran la misma persona mientras que a mi abuela Helena, la seguridad de estar perdiendo la razón la tiene sumida en una profunda tristeza, que se suma a esa leve melancolía que la acompaña desde que la conozco.
Amargada por la forma como su mente la engaña y a merced de un insomnio que la tuvo caminando por varias noches como un alma en pena, esquivó milagrosamente peligros hasta el día en que intentó eliminar su pesadumbre saltando de para atrás en una escalera, como si pudiera secar de un golpe el mar de malos recuerdos que a veces inunda su memoria, oscuras historias a las que su repentino olvido ya les habrá echado mucha tierra encima, pero que en su locura reaparecen como muertos vivientes que la despiertan en las noches.

Toronto es la capital de Canadá, Shani es la perrita de Moran, Libardo es el doctor amigo de su papá, Hugo Chavez Frías es el presidente de Venezuela. Repite mi abuelita Helena de vez en cuando y después de unas horas, encuentro las mismas palabras y frases en una libreta, en el mantel de su mesa de dormir y escritas en las paredes. Esas líneas de tinta son parte fundamental del cerebro de mi abuelita, se conectan invisiblemente con las pocas neuronas que le quedan porque en la tela, el papel y el cemento está guardada parte de su memoria.

La vejez se apodera agresivamente de todo lo que alguna vez fueron sus vidas. Veo como han perdido todo lo que alguna vez he querido acumular, desde cosas materiales hasta lo que pensé que nadie me podría quitar, los recuerdos y experiencias de viajes, pero ni siquiera eso nos dejará conservar la vejez. Entre todas las cosas que pasan por mi cabeza pienso en lo tonto que fui al pensar que lo comido, lo viajado y lo vivido no nos lo quita nadie, como si se pudiera ignorar a ese ladrón profesional de la vejez.

Mis abuelitas ya no pueden casi andar y necesitan de caminadores tal y como cuando tenemos un año y usamos herramientas para aprender a dar nuestros primeros pasos, ellas se ayudan para dar sus últimos. Una de ellas usa silla de ruedas y toca llevarla tal y como me llevaban mis papás en un coche de niños.
En muchas ocasiones, sobre todo cuando les han dado la droga psiquiátrica es difícil para ellas pronunciar palabra, se les escuchan balbuceos y hay que ayudarles a comer, una comida liviana y sencilla que sus cansados estómagos puedan digerir. Un día ya no podrán moverse de sus camas, y tendrán que llorar para pedir lo que les haga falta, esperar un cambio de pañal que ya han comenzado a usar desde hace algunos meses, viviendo con la profunda necesidad de un abrazo, con tantas ansias de cariño como las de un niño pequeño.

Todo parece una película en “Rewind” hasta que llegamos al momento del nacimiento, que vendrá siendo la muerte. Observando esa involución me pregunto si debemos estar tristes el día en que se vayan y trato de encontrar el resultado de una ecuación inexacta, si mi familia no estaba triste antes de que yo naciera, tampoco deberían estar tristes si yo muriera, pero las cosas nunca son tan sencillas.