21 noviembre, 2009

En qué estación está mi lengua?


Nuevamente compré un producto Light lleno de aspartame por no saber leer. El otro día fue medio litro de helado que además era “Parbe”, que quiere decir que no contiene leche y se puede comer después de haber ingerido carne, para aquellos que comen kosher o que quieren hacer una sana digestión, con una molesta textura grasosa en la garganta.

Esta vez, como en las veces anteriores, estaba escrito claramente y en letras grandes que el producto era dietético, pero lo compré para luego descubrir que también escogí el sabor equivocado por limitarme a la foto de la etiqueta. En resumen, los arándanos se ven como las ciruelas en bikini y si voy con la intención de leer lo que dice en cada rótulo tardo una eternidad en comprar lo que necesitamos para la semana, mi lectura en hebreo es tan fluida como el helado parbe y parezco un niño analfabeta que usa los colores y los personajes ilustrados de los empaques para identificar las cosas que ya ha comprado antes. Es el lenguaje que aún me causa problemas y cuando lo mezclo con mi ausencia de atención y un poco de afán, preparo horribles desastres, como la vez que leí de afán “Naharya” en un tren que en realidad decía “Natanya” y llegué una hora tarde al trabajo.

Hace una semana salí tarde del trabajo en Haifa y tuve que correr los 400 metros que me separan de la estación. Entré agitado y noté que mi tren parecía estar en una plataforma distinta a la de siempre por lo que pregunté a un empleado dónde estaba el tren a Tel Aviv y respondió que en la número dos señalándome el que estaba estacionado en la plataforma de al frente.

Crucé el túnel que me separaba de mi destino y apenas salí encontré la puerta de un vagón abierta por lo que subí sin pensarlo, entrando de inmediato al baño pues en la huida de la oficina no había alcanzado a desocupar mi vejiga.

Estaba todavía en medio del ejercicio urinario cuando sentí que el tren se comenzaba a mover en la dirección opuesta y empecé a recodar lo estúpido que puedo ser algunas veces. Traté de calmarme pensando que lo peor que podría ocurrir sería tener que viajar una estación más en dirección norte para luego coger el tren que debería haber tomado en dirección sur, pero abrí la puerta del baño y me encontré un tren completamente vacío. Estaba absolutamente sólo en un vehículo que a esa hora puede llevar setecientas personas.

Caminé hacia la dirección en que se movía el tren con la esperanza de hallar a alguien que seguramente estaría al mando del aparato y después de moverme por seis vagones sin encontrar un alma, vi la espalda de un sujeto que se asustó apenas sintió la presencia de alguien y se volvió hacia mi preguntándome a gritos qué hacía yo metido en ese tren. Le expliqué que alguien me había indicado subir a él y sin acabar de escuchar mi historia comenzó a regañar a un sujeto que de la nada apareció a su lado y era el encargado de revisar que en el vehículo no quedara nadie.

El tren se dirigía al estacionamiento y se quedaría parqueado por una hora hasta que llegara el momento de salir para Tel Aviv, por supuesto, yo me tuve que quedar con él, pintando en los carteles publicitarios adheridos a las ventanas, y que por cierto, tampoco entiendo.

En qué estación está mi lengua,
cuánto cuesta el tiquete para aprender,
qué caminos hay que recorrer para al bajarme,
estar seguro de que ya me hice entender.

Mientras tanto sigo estudiando hebreo en el tren,
aunque al mismo tiempo un soldado sin querer,
me apunta con su arma en la sien.

Ay! que poesía tan barata...