18 agosto, 2009

Cuentos y Realidades

Tragedia en la Estación

Bajo del tren y subo en las escaleras eléctricas para contemplar desde arriba el espectáculo, casi nunca me voy decepcionado, siempre hay algún protagonista de turno, el anónimo que perderá el tren por llegar 1 segundo después de que se ha cerrado la puerta.

Siento un poco de lástima por él o por ella, pero no puedo evitar el morbo y mirar sus gestos de decepcion o frustración, no puedo parar de imaginar qué estará pensando.
Si hubiera atravesado la calle mientras el semáforo peatonal estaba en rojo y no venían carros, si no me hubiera devuelto para despedirme de mi novia al salir, si hubiera mascado un poco más rápido ese pesado cereal que como con yogurt de ciruelas, si no se me hubiera soltado el zapato, si el vigilante no me hubiera hecho devolver al sonar el detector de metales, si el mendigo violinista no hubiera puesto el estuche de su instrumento estorbando mi camino.

Ahora estoy aquí corriendo hacia las puertas del tren pero veo cómo se cierran ente mis ojos y no hay nada que pueda hacer, la luz de la puerta que indica que aún se puede abrir ya se ha apagado, el tren sigue allí, se queda varios segundos quieto haciendo fieros, y me dice aquí estoy, para todos los que llegaron un segundo más temprano que tu pero no para ti, que te detuviste a mirar a esa linda morena de ojos claros, ahora tienes que pagar quedándote aquí, ahogado en la humedad de este verano y su estación sin aire acondicionado.


Es cruel, es una obra triste que he visto decenas de veces. Gente golpeando enfurecida los vagones, se agarran la cabeza y se les aguan los ojos, maldicen en voz alta y baja, preguntan a los de alrededor cuándo pasará el siguiente tren, persiguen el tren en movimiento como si esa mole que lleva mil personas se pudiera detener por una sola. Me siento identificado con su dolor, pero su dolor también me entretiene, pero es sólo porque el protagonista he sido yo decenas de veces y otros se han divertido viendo la película de acción desde que paso el puesto de control y corro 300 metros para llegar al tren que no me llevará, que me dejará sentado en la plataforma y queriendo regresar el tiempo.


El Oso


Siempre veo al oso de camino a mi casa. Va apurado y si se detiene con el semáforo sigue andando en su sitio, resoplando o creo que bufando. Se le hinchan las fosas de su nariz casi tan extensas como sus fauces y siento sus pasos agresivos desde lejos. Lo advierto a gran distancia, no por su enorme figura, pero por la manera como noto que la gente se aparta de él.


Lo rodea un aura, pero es sólo la sombra de sus pelos crespos, tupidos y blancos que se mantienen quietos a pesar del viento que arrojan los buses que pasan a su lado, de buena fe quiero pensar que si es su aura pero es sólo esa capa de fibras crespas, enredadas y espesas que lo cubren casi por completo.


Viene vestido con la misma pantaloneta de todos los días y además de sus zapatos creo que es la única prenda que lleva. No creo conveniente contar como prenda la cerrada manta que cobija su cuerpo y que muestra orgulloso mientras pasa de prisa ante la mirada impávida de los transeúntes que sin duda se asustan al verlo por primera vez, o que como yo, lo ven todos los días y no dejan de asustarse.


Cuando he salido tarde de la oficina no lo veo en el camino, pero lo encuentro tendido en el jardín frontal del exclusivo restaurante Marabú. No hay muchos céspedes tan verdes y bien cuidados como el del Marabú y creo que hasta lo riegan todas las noches contra la ley que prohíbe hacerlo más de dos veces por semana, pero eso no viene al caso, el asunto es que el oso se tiende en éste espléndido césped de siete a ocho y media de la noche a recibir la luz de la luna y de los rascacielos circundantes.

Paso y lo miro de reojo, con disimulo, ya le he visto las uñas y estoy seguro de que podría desgarrarme de un solo zarpazo si notara que le sigo la pista, que me intriga saber dónde está su madriguera, cómo soporta el verano un animal como él, aunque tal vez no sea un oso pardo, mucho menos un pequeño oso de anteojos, es más un oso polar que se pasea por Ramat Gan al caer el sol y yendo un poco más lejos, tal vez es uno de esos pobres osos polares que han quedado sin hogar por el calentamiento global, tal vez el pasto del Marabú se siente como la nieve y por ello todos los días lo visita, para recordar cómo se siente su textura mientras se fuma un cigarrillo.



La Pandilla


En la mañana nunca es posible ver a la pandilla, las nueve de la mañana es una hora muy temprana para el grupo que atemoriza los alrededores del puerto de Haifa y por eso paso por la calle que conduce a mi trabajo con el alivio de saber que no estarán allí, con la esperanza de que no saldré tarde esa noche y tendré que evadirlos al salir de la oficina.


La policía ya está alertada pero ninguno de los miembros de la banda está sólo y se cuidan uno a otro para no ser descubiertos o asaltados por alguna rata callejera, que las hay de su mismo tamaño, igual de feroces y ágiles, pero a horas aún más oscuras.


Ya los he contado varias veces al pasar junto al basurero y si no estoy mal son 7, dos de ellos, los más corpulentos, están tuertos y cuando los miro al rostro intento sentir compasión pero me tiemblan los huesos cuando siento que me observan al mismo tiempo, cómo si complementaran su visión y se unieran para ser uno sólo más sagaz y peligroso, serían 8 garras, en lugar de 4, mucho peor que la experiencia en esa recurrente pesadilla en la que el gato se aferra a mis piernas con las uñas completamente enterradas a mi carne mientras lloro de dolor y trato infructuosamente de desprenderlo. Si un día me animo, de pronto pase por allí y le deje a la pandilla una lata de atún, de pronto así me hago su amigo, de pronto así paran las pesadillas.