09 junio, 2009

Aventuras Cotidianas


Edificios tapizados de cristales han reemplazado los campos florecidos que acompañaban mi camino al trabajo. Hace tan sólo unos días salía en la bicicleta plegable para pedalear durante siete kilómetros hasta la estación del tren, cruzando avenidas rodeadas de campos sembrados con fresas y esquivando niños y ancianos sobre los andenes. Ahora me pierdo entre laberintos de asfalto andando por una zona que duerme a la hora a que salgo y a la que regreso.

Moran dice que actuamos como en el juego de “Los Sims”, conseguimos un lugar donde vivir y vamos a trabajar para ir comprando poco a poco lo que nos hace falta, el arroz y la papita, un sofá cama, un tendedero para la ropa y una alfombra. El mes siguiente cuando ya hayamos trabajado más entonces compraremos una lámpara y seguramente un cuadro, creo que tanto para ella como para mí este es un juego que ha comenzado muchas veces y ahora vuelve a iniciar, tan inexpertos como la primera vez.

Nos hemos mudado de Ra’anana, un villa encerrada en una burbuja habitada por familias felices que van los domingos al parque, hasta Ramat Gan, una ciudad que limita con Tel Aviv, a sólo unas cuadras del centro de comercio de diamantes más importante de Israel, aquí se cultivan gatos en los basureros y hay que luchar el espacio para pasar por los angostos andenes.

Me llevó cuatro días llegar a la estación y regresar a casa sin perderme. Me siento un poco campesino pero ya no tan extranjero, sé lo primero porque me sobrecoge el torrente de personas que salen de la estación del tren cuando yo entro, sé lo segundo porque siento rabia cuando veo que los soldados ponen sus botas sucias sobre las sillas del tren, distingo con solo mirar quién es ruso, hindú o yemení y entiendo apartes de las aburridas conversaciones de mis acompañantes temporales de vagón.

Sigo disfrutando la sensación de ser un extraño, un ser a quien nadie conoce. Que no teme encontrarse con alguien porque no conoce a nadie, aunque cabe la mínima posibilidad de que me cruce con Richard, un escocés que conocí un día de huelga en el tren y a quién le debo varias lecciones de hebreo, además de ser merecedor de mí cariño por ser profundamente religioso sin dejar de respetar intensamente las creencias de los demás.

Las horas en el tren son de las más importantes del día, desde que me siento abro la maleta y saco una droga que había probado de muy niño y que ahora he vuelto a encontrar para desconectarme del mundo, la lectura.Habiendo acabado todos los libros que traje de Colombia he recorrido tiendas de libros usados y ante la escasez de material en mi idioma he tenido que inyectarme sustancias desconocidas con muy buenos resultados. Es así como me empaqué una dosis de “Sefarad” de Antonio Muñoz Molina y las “Memorias de una joven formal” de Simone de Beauvoir, que entraron en mi torrente como si fueran sangre de mi tipo sin nunca haber probado nada de ellos.

Los libros, como una droga, me consumen. Mientras estoy trabajando estoy concentrado en mis deberes pero el resto del tiempo siento que de acuerdo al libro cambia mi temperamento, mis pensamientos se dirigen sólo hacia ese lugar marcado por las letras que he devorado y es así como todo lo que observo sufre la distorsión del autor que esté leyendo.

Por alguna razón los libros que he tomado recientemente se relacionan con sucesos de la historia y en medio de la obsesión termino soñando con momentos olvidados de mi pasado. Fue así como hace dos noches en la pequeñez de mi habitación desperté a Morán al pegarle una patada a la pared. Estaba frente a la cancha y todos mis compañeros del colegio esperaban que anotara el gol, pero mis piernas no respondían para patear como era debido hasta que al fin mi pie se animó dándole un taponazo al muro que duerme al otro lado de mi cama. Me desperté con desazón al recordar que a pesar de que amaba jugar al fútbol nunca me convertí en un buen jugador, mi desánimo aumentó con el dolor en el pié y llegó a su cúspide con la certeza de que jamás podré saber si metí el gol. Por otra parte, menos mal que Moran no estaba entre la patada y la pared.