06 febrero, 2009

Una foto en el correo


Te acuerdas, la bicicleta de freno “coster”, que llevaba forros rojos acolchonados, ahora está cubierta de óxido, no queda nada de ella, apenas su marco, amarillo y sucio, si es que aún nadie la ha sacado de ese pequeño cuarto donde quedó amontonada con otros objetos evocatorios de recuerdos. La había abandonado a su suerte, sin si quiera recordarla, a mi me bastó saber que la quería, que había sido mi acompañante rápida y fiel durante muchos años, mi automóvil, mi nave espacial, mi transporte a la aventura, mi amiga secreta en las calles de ese barrio con caminos de polvo por donde el tiempo pasó, tan rápido como yo sobre ella.

Me la has enviado en un sobre y con ella un relámpago con el que sufro una descarga que me lleva veinte años al pasado y miles de kilómetros hasta donde un día, en ese garaje donde jugábamos policías y ladrones, ponchados y escondidas, mi papá nos tomó una foto al lado de su Renault seis que un día desapareció misteriosamente sin saber por qué. Mi papá, con su vocación y profesión de periodista, tal vez sin proponérselo, ha documentado casi todos nuestros mejores recuerdos en cintas magnéticas de audio, fotografía y video. Papi, padre mío, has creado una máquina del tiempo.

Al fondo están las paredes de ladrillo rojo que formaban esquinas por donde yo me convertía en alpinista, una que otra vez también los ladrones, y mi papá en policía, afortunadamente con muy mala puntería. Estoy casi seguro que Angélica no había llegado a la tierra en ese momento, y qué extraño es pensar que alguna vez vivimos en éste mundo sin ella, que compartimos nuestros espacios sin tenerla en cuenta, ignorantes de que en las siguientes fotos seríamos tres o cinco.
Es que ésta máquina del tiempo sólo viaja al pasado y es por ello que nunca pude prever que los días correrían, que en el futuro de ese presente, en el presente de ahora, ya no sería tan fácil verte con tu vestido de jean, tus medias blancas a la rodilla, sentir tu brazo en mi hombro.

Te acuerdas, nos acostaban en la silla de atrás del carro y poníamos nuestros pies en las puertas para empujarnos cabeza contra cabeza para ganar más espacio. Fingíamos quedarnos dormidos para que mi papá nos llevara envueltos en una cobija hasta la cama, hacíamos concursos para ver quién contaba más carros de un color o dónde estaba escrita una palabra, jugábamos a decir adiós por el vidrio trasero y éramos felices cuando alguien nos respondía el saludo.
Ahora que hago este corto viaje vuelve a mí la imagen de ese trágico día, mi papá frenó muy fuerte, y el gusanito de una guayaba que guardabas como mascota en una caja de fósforos se cayó y desapareció para siempre. Memito se llamaba.