10 enero, 2009

De cohetes, franjas, fronteras y niños.

La sirena comienza a sonar y nos despertamos seguros de que no se trata de una ambulancia, mucho menos de la policía, nos los confirman los pasos afanados afuera de la habitación y en el piso de arriba. De pronto, alguien entra y a empellones, casi arrastrándonos, nos lleva al corredor sin dejarnos siquiera poner zapatos o medias.

El piso sin alfombra se siente más frío que de costumbre. Es el invierno. Es el miedo que hace más sensibles las plantas de nuestros pies. Es la ira de ser despertado una vez más por el sistema de alarma que se enciende cada vez que un cohete Kazam se acerca. Salimos a las escaleras, el punto interior más seguro para recibir el impacto si hoy si nos toca a nosotros. Pienso, “si esta larga angustia al fin se terminara”, al menos, recibiendo esta vez a ese monstruo que todo lo atraviesa y lo rompe, que llega silbando una canción inconfundible que no me quiero aprender. Sentados en un escalón, a nuestro lado se van ubicando rápidamente mujeres que rezan en un hebreo incomprensible y que llevan en sus brazos bebes que no paran de llorar, tal vez presienten que algo está mal, tal vez, igual que nosotros, sólo tienen frío. No sé cuánto tiempo alcanza a pasar, podrían ser horas o días, pero son sólo unos segundos hasta que el estruendo pone fin al macabro silbido. No ha caído en nuestra casa. No ha sido esta vez nuestro hogar el que le dio la mala bienvenida al visitante que vino volando desde Gaza. Es momento de apagar el televisor. No lo viví, tan sólo lo vi en el noticiero, pero es la realidad que viven, desde hace más de dos años, cientos de familias del sur de Israel y que ha originado la incursión actual del ejercito Israelí en la franja de Gaza.
Son más de las siete y me subo al tren. Paso el primer vagón y no hay una sola silla, paso al segundo y tampoco, llego al tercero y aunque todo se ve lleno hacia el fondo, a mi derecha descubro un espacio de 4 sillas vacías donde me siento, extrañado de que nadie ocupe el lugar. Es raro, porque normalmente la gente prefiere sentarse sola en una banca en lugar de compartirla con algún desconocido. No es común que tantas personas hayan anochecido con ganas de rozarse los codos, ni siquiera en un día tan frío como éste. Me acomodo y miro entonces al espacio enfrentado al mío para de inmediato reconocer sus cortes de pelo al estilo Humberto, sus cabellos húmedos y agominados, sus pieles morenas que contrastan con sus ojos de fondo profundamente blanco, sus formas de vestir que se me hacen tan latinas. Los escucho hablar árabe y comprendo que el espacio donde estoy sentado tiene mi nombre, el de los que apenas hemos comenzado a juzgar y sentir miedo, el de los que aún no estamos pendientes de mirar la raza y la religión de los que comparten nuestros territorios cotidianos. Lo viví, no lo vi en el noticiero. Y es la realidad de miles de árabes que viven en Israel y que se han visto condenados, justificada o injustificadamente a vivir marginados, juzgados como terroristas y asesinos, revisados hasta la desnudez en puntos de control por donde tienen que llegar a sus lugares de residencia en Gaza, Jericó, Ramala, Nablus y otros lugares que aún no conozco.
Yo sigo viviendo mí día a día. Vistiéndome sin bañarme, subiéndome en mi tren de las 7 y 36 cada mañana, tomando mis tacitas de agua caliente mientras diseño, discutiendo con mi jefe, almorzando a la una, saliendo a las seis, tomando el tren de regreso. Mi hebreo no me da para entender las noticias, ni siquiera para entenderle a la señorita de la entrada de la estación cuando me pregunta si llevo armas. La guerra existe para los que andan disparando y recibiendo los disparos, escuchando de cerca las explosiones, los silbidos, los gritos, cargando a sus hijos muertos, a sus padres, a sus abuelos. La guerra existe para esos niños soldados que manejan tanques y fusiles, para los que se inmolan en los buses o los restaurantes, para los que se equivocan bombardeando escuelas y matando a los de su propia tropa en el llamado fuego amigo. Para los que sí entienden las noticias.
Mientras tanto, mi viaje termina y antes de bajar veo un soldado posar orgulloso en el espejo que forma la ventana de la puerta del tren en la oscuridad, se acomoda algo parecido a un fusil y se imagina como lo vemos los demás. En el noticiero, se escucha a un soldado herido gritando desde su camilla “les vamos a abrir el culo”, refiriéndose a los integrantes de Hamas en Gaza y también se oye al presidente de Irán jurando que borrará a Israel de la faz de la tierra, un hombre que dirige un país donde una mujer vale la mitad de lo que vale un hombre.
Nuevos cohetes comienzan a caer, ahora desde el norte. Israel no descansa ni un segundo en la guerra y Hamás sigue mandando sus proyectiles escudados entre la población civil como si la muerte a su alrededor los hiciera aún más fuertes y pienso, entre tantos responsables por esta tragedia, de algo estoy seguro, los niños no lo son.

Niño israelí. Me asombró ver que sabe perfectamente como se empuña una pistola.



Niño arabe. En un asentamiento árabe al norte de Israel tomé esta foto justo cuando se atravesaba un auto, pero si se fijan bien, hay algo oculto tras el cristal.