23 octubre, 2007

Mi Abuelito de Viaje


- Hola Abuelito ¿cómo estás?
- Bien mijito, acostumbrándome.
Y en su voz había un sabor de dulce resignación, lo imaginé alegre, disfrutando su nueva realidad. Luego desperté.

Me había vuelto a dormir ese sábado como a las diez de la mañana, intentando lograr un sueño lúcido como el que había tenido el sábado anterior mientras Moran preparaba el desayuno. Fue entonces cuando segundos antes de abrir los ojos llegó mi abuelito para hablarme quizá por última vez, sólo que ahora lo hacía con una voz clara y cariñosa, muy distinta a esa voz ahogada y ronca que le había dejado el cáncer de garganta, muy parecida a esa voz con la que me preguntaba por qué no había vuelto a ir para almorzar.

Han pasado algunos días pero luego de aquel sueño siento que mas allá de una idea del cielo o el infierno, mi abuelito está en otro lugar como el mismo lo dijo, acostumbrándose, así como poco a poco yo me acostumbro a la idea de que se haya ido.
Y cuando recuerdo esos últimos y sacrificados días que vivió con su carita transformada por el dolor y las ganas de irse siento que me he acostumbrado por completo a no tenerlo. Pero cuando viene a mi su tartamudeo mientras contaba algún chiste o su cara entretenida frente al televisor me parece increíble que no esté, y tal vez es porque así, alegre como era, no se ha ido.
Las palabras del sacerdote el día que enterramos su cuerpo no fueron distintas a las de esa garza blanca que se posó sobre el cajón, ambos decían que mi abuelito no había muerto. Ambos tenían razón, y Cecilia que pasó tantos años junto a Alfonso lo supo desde el principio. No eran 50 ni 60 años los que pasarían juntos, no sólo verían hijas, nietos y bisnietos, caminarían siempre juntos y por eso mi abuelita no llora, porque tiene la certeza de volverlo a ver.