25 agosto, 2006

Regalo en el Podocarpus

¿Dónde comienza ésta historia?, donde nacen los impulsos. Esos guiados por la emoción, los que alimenta la repentina necesidad de romper la monotonía. Esta historia dio sus primeros pasos en el Centro Comercial Hiper Valle de la ciudad de Loja.
Era de noche y había salido a caminar sin rumbo, fotografiando castillos, memorizando gente. Y después de mucho andar siguiendo las indicaciones de almas extraviadas encontré: Un Supermercado.
Dejé mi morral a la entrada, como es costumbre en todos los mercados del Ecuador, donde cambias tus pertenencias por una ficha de papel, y fui al segundo piso donde a esa hora sólo respiraba un asesor comercial con ganas de irse a descansar. Fue entonces cuando todo se unió: un sleeping de 19 dólares con 50 y un recuerdo de la reserva natural Podocarpus, un parque aparecido en mi guía turística unas horas antes mientras almorzaba, un lugar que me invitaban a conocer pasando la noche en alguna de las cabañas incluidas en los 10 dólares que pagas a la entrada.
Salí a la mañana siguiente muy temprano, empaqué mis pertenencias regadas por la habitación como si las hubiera abandonado alguien que pensaba quedarse más días y partí. Llevaba alimentos para un día, energías para caminar los 8 kilómetros desde la carretera principal hasta el refugio y un sleeping amarillo colgando de una de las tirantas de mi morral.
Caminé al principio con alegría, luego deleitándome con el hermoso paisaje, luego disfrutando de la soledad y el silencio, luego con mucha desesperación porque a cada kilómetro recorrido mis hombros me recordaban que estaba en el Tour de la Langosta, donde llevas liviano el equipaje, no en el Tour del Podocarpus donde tu maleta pesa un kilo más a cada paso. Cuando ya el cansancio me hacía perder las esperanzas volvió a nacer el arco iris y me acordé del día en que perdido con Koji en una carretera, también lo vimos como señal de buen presagio. Y el arco iris no mentía, ahora ya sé que el arco iris nunca miente.
Después de caminar por dos horas y media apareció un joven ecuatoriano de nombre Jaime, que me cobró 10 dólares la entrada, me invitó a que bajara a charlar más tarde y me presentó luego a Don Washo, quien me ofreció algunas de las cabañas, casi todas vacías, en donde podría instalarme.
Las casitas de madera donde te puedes quedar en el Podocarpus son de colores por fuera y de humedad por dentro, de las que vi, sólo una tenía colchones y parecía que alguien había pasado noches enteras llorando sobre ellos. Pero se trataba de la aventura, del parque, de la naturaleza, de la soledad y de lo repentino, entonces puse mi equipaje en el suelo y desempaqué mi sleeping para descubrir que se trataba de uno apropiado para tierra cálida, nunca para el frío abrasador del páramo.
Me senté a la entrada, recordé la invitación de Jaime a charlar y bajé otra vez al refugio.

Ahí fue cuando todo pasó.
Recibí el regalo más grande que cualquiera podría recibir en ese lugar. Una ofrenda que el arco iris había anunciado horas antes.

En medio de un clima que te enfría todo sentimiento, apareció un grupo de estudiantes que a pesar de estar congelados me ofrecieron todo el calor de su amistad. Primero me invitaron a hablar de mi, luego me compartieron de su almuerzo y luego pude saber un poco más de ellos. Allí estaban Jaime, Nobita, Pepe, Pablo, Olguita, Carito, Vanessa y otros que no se acercaron tanto pero que eran igual de amables, Viviana, Bayron, lobo, el negro y el gato. Y por supuesto, Don Washo.
Esa tarde no paré de reírme con sus historias y de sentirme afortunado de estar allí.
Me sumaron a su grupo como si me conocieran de años, luego me equiparon con botas pantaneras y un impermeable, y me acompañaron a hacer un recorrido de una hora al mirador. Al finalizar el día, cuando me iba a dormir a mi cabaña, me invitaron a cenar. Luego como si no me bastara tanta generosidad, desarmaron su habitación para abrirme un espacio entre ellos, en mi corazón ya habían abierto un gran espacio para meterlos a todos, con esa alma ecuatoriana, esa que se me ha mostrado grande y solidaria.
Esa noche me enseñaron a jugar cartas y yo lo único que podía compartir era un poco de cereal que había traído conmigo, y que jamás podría compensar ese momento de cercanía que ellos me ofrecían. En lugar de estar congelándome en una cabaña inundada de frío y soledad, yo estaba allí, jugando “El Burro Cuencano” (un juego de cartas que me enseñaron), riendo con sus chistes y sintiéndome parte de ellos.
A la mañana siguiente me invitaron a desayunar, a almorzar y a comer, yo me sentía un poco mal porque a pesar de que en el viaje siempre he recibido mucho, jamás esperé encontrar en el Podocarpus algo parecido. Afortunadamente pude esa mañana ayudarle a Jaime a pintar algunos avisos que colocaríamos al día siguiente en otro recorrido más largo (Y digo al día siguiente porque me insistieron en que me quedara un día más y los acompañara a un recorrido de 4 km que harían por el páramo).
En la tarde jugamos un partido de fútbol en el que fui el arquero, luego me quedé conversando con Olguita de poderes mentales y de sueños. Y en la noche, se fue la luz que se recoge en paneles solares por lo que nos vimos obligados a dormir temprano iluminados por una vela. Pasé la noche otra vez en medio de ellos, para amanecer calientito y contento en mi spleeping a la mañana siguiente.
Salimos ese día a las 9:30 y regresamos a las 2 de la tarde. En el recorrido íbamos midiendo los kilómetros con una soga para calcular la distancia y clavar los avisos, íbamos congelados y yo preguntándome qué había hecho para merecer de regalo un paisaje lleno de niebla, riachuelos, huellas de osos de anteojos, pájaros anaranjados, caminos de cuento y además la oportunidad de poder compartir todo esto con gente que ahora quería.
Regresamos y me invitaron a almorzar, para luego empacar mi maleta y despedirme de todos, con un nudo en la garganta al que ya tendré que acostumbrarme. Salieron a decirme adiós y estoy seguro que aunque el viaje es largo, conmigo cargo los apuntes chistosos y admiración de Jaimito, la buena voluntad y disposición de servicio de Novita, la seriedad con que Pablo oculta su buen corazón, la risa graciosa de Pepe, los ojos de Carito y la única y especial energía de Olguita. Estoy seguro de que el universo tiene algo muy bueno reservado para todos ellos que me brindaron tanto cuando parecía haber tan poco. Estoy seguro de que el pueblo ecuatoriano se puede enorgullecer de ese espíritu noble que carga en sus corazones y que hoy ha compartido conmigo.

Si leen esto… MIJOS, ¡Mil gracias!, de verdad.


Este era el camino de subida...


Este fué el arco iris del buen presagio, en la parte de arriba de la foto se puede ver la carretera desde la que inicié el recorrido.

Esta era la cabaña en la que nunca dormí.


Aquí están Novita, Jaime, Pepe y Pablo cuando desarmaron su habitación para tender los colchones en el suelo y darme cabida.

Aquí estamos en la cocina, cuando me invitaron a cenar la primera noche.

Fotos Podocarpus No.1

Aquí estamos en el mirador luego de clavar todos los avisos, a mi izquierda está Novita y a su izquierda Don Washo. El de rojo es el Gato y el del gorro blanco es Lobo.

Una foto en el bosque húmedo.

Aquí están: con el pasamontañas Novita, con la gorra Pablo, y atrás Jaime.

Aquí estamos el primer día: De amarillo Carito, de pasamontañas Novita, sin gorro Jaime y de trás Pablo.
Aquí está Jaime pintando los avisos, tenía un dedo golpeado y por eso no podía trabajar.

Fotos Podocarpus No.2

El paisaje, cuando la niebla se escondió.

Aquí posando en la cima... donde me gusta estar.


En ésta foto se puede ver la inmensidad de la montaña que habíamos subido. Arriba está la niebla y en el medio tres personas de amarillo, azul y rojo, que me recuerdan que las banderas de Ecuador y Colombia son iguales.


Este es uno de los paisajes del recorrido el último día.

Este es el final, cuando caminé los 8 kilómetros de regreso y terminé feliz, sentado al borde de la carretera esperando un bus que me llevara a Vilcabamba, o Vilcatrampa como le dicen algunos.